Ibsen Martínez: Berberova

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En mayo de 1922, inexplicable y repentinamente, sin aviso previo y sin que muchos de quienes  en aquel momento pugnaban por salir de la Unión Soviética se enterasen siquiera, Moscú comenzó, casi en secreto, a conceder pasaportes.

Se dijo luego que aquel aflojamiento del rigor soviético que siguió al fin de la Guerra Civil y  la intervención militar de los países aliados de Occidente era consecuencia de la celebérrima NEP (Nueva Política Económica): la calculada flexibilización de la cruel economía de guerra que había imperado desde 1917. Lo cierto es que, por algún tiempo, la NEP logró que los ilusos pensasen que se trataba de una vuelta a los usos capitalistas.

Aumentó el comercio exterior, en efecto, y hasta creció discretamente el consumo de bienes de lujo. Fue en aquel tiempo cuando Armand Hammer, el magnate petrolero estadounidense, cabeza de la Occidental Petroleum, inició su largo y provechoso trato con la Unión Soviética.

Comenzó por llevar ayuda humanitaria a los soviets —medicamentos e instrumental quirúrgico—, luego les vendió masivamente lápices y útiles escolares hasta que el mismísimo Lenin lo invitó a ampliar el alcance de sus negocios e incluir petróleo y maquinaria pesada. Terminaron llamándolo el Camarada Capitalista. Gran coleccionista de arte, se dice de Hammer que los soviéticos lo dejaban saquear selectivamente los tesoros del Museo Hermitage de San Petersburgo.

¡Ah!, pero el poeta Vladislav Jodasiévich no se dejó engañar por aquellas burbujas. Jodasievich  fue, para Vladímir Nabokov, el más grande poeta ruso del siglo XX, genuino descendiente literario de Pushkin.

«Cuando Jodasievich tomó la decisión de abandonar Rusia, no supuso que nunca más regresaría a su país. Optó por marcharse al igual que, años más tarde, optaría por no volver. Le seguí».

Quien habla es Nina Berberova, escritora, traductora, editora, periodista y gran cronista del exilio ruso. Durante una década vertiginosa, Nina y Vlad fueron una pareja. «Gracias a aquella decisión, logramos seguir juntos y sobrevivir, al menos al terror de los años treinta. Nos debimos mutuamente nuestra salvación». Los números de sus pasaportes fueron el 16 y el 17.

Narradora sin par, sus relatos y novellas muestran  tal maestría que no dudó en contar sus obras entre las cimas del género. No hay más que leer La Resurrección de Mozart, o su prodigiosa ópera prima, La acompañante, para entregarle por siempre a Nina Berberova el corazón lector. 

Sin embargo, es como memorialista, como cronista de la tragedia humana que fue la Revolución rusa que las quemantes palabras de la Berberova logran turbarnos por largo tiempo, mucho después de cerrar El subrayado es mío, la autobiografía que ella detuvo en 1969, casi un cuarto de siglo antes de morir en Filadelfia, en 1993.

Tal como invariablemente ocurre al releer, se descubre por vez primera lo que, inexplicablemente, fue soslayado en la primera lectura. Esta vez me detuvieron tres de las muchísimas estaciones de este primoroso y emocionante recuento de sus años de exilio europeo, transcurridos mayormente en Francia. Una de ellas es la trágica vacuidad de las querellas entre intelectuales exilados, a menudo despiadadas en su ciega mezquindad y en muchos casos instigadas por las fantasmagorías del autoengaño.

Al comenzar su destierro, Nina y Vlad gravitan en torno a Máximo Gorki, expatriado voluntariamente en Capri aunque sin romper con Moscú. Lo hacen en la ingenua creencia de que el gran autor socialista puede influir en Lenin, su amigo y admirador, para poner fin a la censura, las persecuciones, la prisión, la deportación  y los fusilamientos de intelectuales y artistas.

Al persuadirse de que ello nunca ocurrirá —de Gorki los decepciona su ambivalencia, su insospechada capacidad para la doblez—, la pareja se afana por sobrevivir en la Francia de entreguerras, trabajando en publicaciones en lengua rusa que a duras penas logran sostenerse, siempre atacadas por la intelectualidad de izquierda e ignoradas por completo por las derechas.

La segunda noción que brinda atmósfera distintiva a estas memorias de la precariedad es el silencio y el vacío político universal en que discurren las vidas de estas víctimas de la primera y mejor mitologizada distopía del siglo XX.

Son los años veinte y los biempensantes de Europa y América han decidido darle una oportunidad a la Revolución rusa. Ningún Romain Rolland dará crédito a las denuncias de Nina, Vlad y sus depauperados amigos.

«Nosotros representábamos una extravagante pandilla que, por la edad que teníamos, no habíamos podido ser banqueros ni generales del Ejército zarista, y que, sin embargo, no aceptábamos lo que ocurría en nuestro país de origen».

En medio de una tremenda pobreza, Nina despliega un admirable denuedo por formarse, por leer, por escribir y estar al corriente de todas las tendencias de la literatura y del arte nuevos.

Finalmente, la llegada a París, a los 36 años, de Vladímir Nabokov, comentada por la Berberova, es para mí uno de los  pasajes más aleccionadores. Nabokov es por entonces objeto de frialdad cuando no de abierta hostilidad, por parte de la panda literaria de sus contemporáneos. «Era la tiste incapacidad de tantas oscuridades rusas dispersas por Europa para creer que algo grande y original pudiera surgir entre ellos», recuerda Nina. No puede decirse, tampoco, que ella y Nabokov fuesen amigazos; se vieron poco en aquel tiempo.

Nina detiene sus tareas editoriales para leer en Anales contemporáneos, una de aquellas publicaciones de y para emigrados rusos, los primeros capítulos de una novela de Nabokov, de asunto ajedrecístico, titulada La defensa Luzin.

«Los leí dos veces seguidas. Tenía ante mí la obra de un autor contemporáneo de gran envergadura, maduro y complejo. Como el fénix, un gran escritor ruso había nacido del fuego y las cenizas de la Revolución y el exilio. En lo sucesivo, nuestra existencia tenía un sentido. Toda mi generación estaba justificada».

Vlad Jodasievich murió en París, en 1939, poco antes de comenzar la guerra.

 

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