Ángel Lombardi Boscán: Albert Speer, Memorias III

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Toda guerra discurre como días de infamia. «Tocó el primer ángel: fuego y granizo mezclados con sangre fueron arrojados sobre la tierra. Y la tercera parte de la tierra fue incinerada, la tercera parte de los árboles quedó en cenizas y toda hierba verde quedó abrasada». San Juan, Apocalipsis.

Alemania en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue barrida desde el aire. Los aviones anglo/estadounidenses destruyeron la capacidad operativa de la industria de armamentos del Tercer Reich. Además, de castigar a la población civil y procurar su desmoralización como anuncio inevitable de la derrota final.

1944 es el año en que ocurrió la invasión en Normandía el 6 de junio, el famoso Día D, y cuando se abrió el frente occidental. A su vez la contraofensiva soviética en el frente oriental se intensificó. Los aliados ya prefiguraban la futura rivalidad sin ni siquiera haber llegado aún a la paz.

Ya se bailaba sobre el cadáver del Führer. Y la carrera por llegar primero a Berlín fue la máxima prioridad. Ostentar el trofeo mayor implicaría fortalecer los argumentos de fuerza en el reparto del muy apreciado botín de guerra y el mayor control territorial posible y sus áreas de influencia. El diseño de la Guerra Fría (1945-1991) se gestó a partir de ese decisivo año 1944.

«El 8 de mayo de 1944 regresé a Berlín con objeto de reanudar mi trabajo. Siempre tendré presente la fecha correspondiente a cuatro días después, el 12 de mayo, pues fue en éste día cuando se decidió el destino de la guerra técnica. Se había logrado hasta entonces producir aproximadamente el número de armas que necesitaba la Wehrmacht, a pesar de las tremendas pérdidas sufridas por los ejércitos alemanes. Con el ataque lanzado por 935 bombarderos diurnos de la VIII Flota Aérea americana contra varias fábricas de carburantes en el centro y este de Alemania, comenzó una nueva época de la guerra en el aire, una época que significó el final de la producción alemana de armamentos».

Esta declaración de Albert Speer, el súper ministro de armamentos de la Alemania Nazi, pone en evidencia el descalabro alemán. Y como Hitler y su fanatismo a cuestas prefirió la inmolación a una rendición pactada que le hubiese ahorrado sufrimiento y horrores a su propio Pueblo.

Además, nos demuestra que las guerras se ganan no por la valentía de los soldados o la propaganda febril a favor de una causa nacionalista sino básicamente por dinero y potencial industrial. Y de todos los contendientes de la Segunda Guerra Mundial fueron los Estados Unidos el país más rico y mejor preparado para afrontar los retos de una producción de armamentos y pertrechos en abundancia y calidad. Las guerras se ganan en la retaguardia primero, y luego, en los frentes de batalla.

Albert Speer ya estaba consciente en ese año clave que fue 1944 que la derrota de Alemania era imposible de evitar. No obstante el entorno más íntimo de Hitler negaba la realidad y se aferraba a un voluntarismo en que el propio Hitler cavó sus trincheras. «-Rommel ha perdido los nervios y se ha convertido en un pesimista; hoy, sólo se puede conseguir algo siendo optimista». Palabras de Hitler luego de la invasión aliada en Normandía.

El optimismo de Hitler, en todo caso infundado, ante la evidencia de la realidad, era del todo sospechoso y diríamos que hasta histriónico. Speer explicó el liderazgo de Hitler en éste momento del declive final asociándolo al de un jefe de sectas atrapado en la demencia.

«Su religión era el «gran azar» que tendría que beneficiarle; su método, su auto fortalecimiento por sugestión. Cuanto mayor era la fuerza con que lo arrinconaban los acontecimientos, tanto mayor era la confianza en su destino con que se enfrentaba a ellos. Naturalmente, juzgaba con realismo las circunstancias militares dadas, pero las transfería al campo de su fe, y veía, incluso en las derrotas, una oculta constelación creada por la Providencia para procurarle el éxito en el futuro. La obsesión de Hitler en cuanto a creer en su destino no dejó de surtir efecto en quienes le rodeaban».

El 20 de julio de 1944 un complot interno de civiles y militares intentó asesinar a Hitler y derrocar el gobierno Nazi. Indudablemente no compartían el suicidio social a que les sometía un Führer fuera de sus cabales y que hizo llorar a la historia.

Historiador, profesor de la Universidad del Zulia. Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ. Premio Nacional de Historia. Representante de los Profesores ante el Consejo Universitario de LUZ – @Lombardiboscan

 

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