El 7 de octubre de 2023 las Brigadas de Izz al Din al-Qassam, el brazo armado de Hamás, lanzaron por sorpresa la operación “Inundación del Aqsa” que se saldó con la muerte de 1.200 personas (según último recuento) y el secuestro de más de 240. Este brutal ataque, el más mortífero registrado en Israel en sus 75 años de historia, fue seguido de una ofensiva militar sobre la Franja de Gaza que, el 1 de diciembre, ya habían provocado la muerte de 14.800 personas (incluidos casi 6.000 niños y 4.000 mujeres) según las cifras ofrecidas por la Oficina de Medios del Gobierno de Gaza.
Según las autoridades israelíes, el objetivo de dicha campaña sería la destrucción de Hamás y su brazo armado que cuenta con, al menos, 30.000 efectivos. No es la primera vez que un gobierno israelí intenta destruir a Hamás. Desde que la Franja de Gaza fuera considerada “entidad hostil” en 2007, Israel ha lanzado numerosas ofensivas con desiguales resultados: “Plomo Fundido” en 2008, “Pilar Defensivo” en 2012, “Margen Protector” en 2014 y “Guardián de los Muros” en 2021. A pesar de la imposición de un devastador bloqueo por tierra, mar y aire sobre la franja desde hace más de 15 años, la organización islamista ha logrado mantenerse en el gobierno y reforzar su aparato militar.
La principal víctima de este asimétrico combate es la población civil de Gaza, ya que sus 2,4 millones de habitantes han sido encerrados en una prisión a cielo abierto en un claro castigo colectivo: un crimen de guerra según las convenciones internacionales. Ya antes del 7 de octubre, la franja se encontraba en una situación humanitaria desesperada. Según datos de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU, el 81,5% de la población dependía de la ayuda humanitaria, un 65% vivía bajo el umbral de la pobreza y casi un 50% estaba desempleado, todo ello fruto de una estrategia deliberada de Israel, la potencia ocupante, para asfixiar a la Franja de Gaza.
Benjamín Netanyahu, elegido por primera vez primer ministro en 1996 con el objeto de poner fin a los Acuerdos de Oslo y restablecer la seguridad tras una oleada de atentados suicidas, señaló tras el ataque de octubre que el ejército israelí “actuará con toda su fuerza” y que “cada miembro de Hamás es hombre muerto”. Desde entonces, sus discursos se han teñido de referencias bíblicas: “Nosotros somos el pueblo de la luz y ellos son el pueblo de la oscuridad y la luz triunfará sobre las tinieblas” o “la Biblia dice que hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra: ahora es el tiempo de la guerra”. Todo ello en un intento de justificar la desproporcionada ofensiva militar sobre el territorio ocupado, descrita como una lucha escatológica entre el Bien y el Mal. “Esta es una lucha de la civilización contra la barbarie. Confío y rezo para que las naciones civilizadas apoyen nuestra lucha”.
Por su parte, Yoav Gallant, ministro de Defensa israelí, decretó “un completo asedio de la Franja de Gaza: no habrá electricidad, ni alimentos ni combustible porque estamos luchando contra animales humanos y actuaremos en consecuencia” y ordenó una ofensiva de tres fases. En la primera se lanzarían bombardeos aéreos para tratar de destruir las bases de las Brigadas de Izz al Din al Qassam; en la segunda se emprendería una operación terrestre para acabar con los combatientes y en la tercera se establecería una nueva realidad securitaria en Gaza.
Precisamente este es el objetivo de la Doctrina Dahiya destinada a causar un daño completamente desproporcionado a los enemigos de Israel y a los lugares desde donde operan. Debe su nombre a la destrucción en 2006 de un barrio al sur de Beirut, feudo de la organización chií Hezbolá. Como señaló en su día Gadi Eisenkot, jefe del Estado Mayor israelí y su creador: “Lo que ocurrió en el barrio de Dahiya ocurrirá en todos los pueblos desde los que se dispare a Israel. Aplicaremos sobre ella una fuerza desproporcionada y causaremos allí grandes daños y destrucción. Desde nuestro punto de vista, no se trata de aldeas civiles, sino de bases militares. Esto no es una recomendación: es un plan”.
El 11 de octubre se anunció el establecimiento de un mini gabinete de guerra en el que tomarían parte, además del propio Eisenkot, el primer ministro Netanyahu, el ministro de Defensa Gallant y el ex jefe del Estado Mayor, Benny Gantz, que dirigió las ofensivas contra Gaza en 2012 y 2014. Todos los miembros de este gobierno de emergencia coincidían en la imperiosa necesidad de aplicar la Doctrina Dahiya contra la Franja de Gaza. En este marco, el ejército israelí bombardeó no solo las posiciones militares, sino también las infraestructuras civiles, incluidas universidades, escuelas, hospitales y campamentos de refugiados.
Hamás ante la normalización saudí-israelí
Ismail Haniyeh, máximo responsable de la Oficina Política de Hamás, declaró a la televisión qatarí Al Yazira que el ataque del 7 de octubre era una respuesta a las políticas anexionistas israelíes y la inacción de la comunidad internacional. Además, reclamó una movilización general del mundo islámico para defender la mezquita Al Aqsa y Jerusalén: “Gaza es la punta de lanza de la resistencia y ha lanzado esta batalla, pero como es una batalla que concierne a la tierra de Palestina y Jerusalén y Al Aqsa, es la batalla de toda la umma [comunidad islámica]. Por eso hago un llamamiento a todos los hijos de esta umma, estén dónde estén, para que se unan a esta batalla, cada uno a su manera y sin demora”.
Estas declaraciones parecían ser un claro mensaje a Arabia Saudí que abandera la Organización para la Cooperación Islámica y, además, alberga los santuarios sagrados de La Meca y Medina, por lo que juega un papel central tanto en la esfera árabe como islámica. Durante los últimos años, Estados Unidos ha hecho un esfuerzo titánico para que las principales monarquías del Golfo normalicen sus relaciones con Israel. La Administración Trump logró que Emiratos Árabes Unidos y Baréin, así como Marruecos y Sudán, establecieran plenas relaciones diplomáticas con el Estado hebreo mediante los Acuerdos de Abraham de 2020. En una entrevista publicada el 12 de octubre de ese mismo año por Middle East Eye, Haniyeh aseveró: “Trump tiene una estrategia que se basa en tres elementos: el primero es liquidar la causa palestina; el segundo formar una alianza regional entre Israel y una serie de regímenes de la región; el tercero es la división de la región en dos campos: amigos y enemigos”.
La Administración Biden no quiso quedarse atrás en este proceso y, en el curso de los últimos meses, trató de sumar a esta iniciativa a Arabia Saudí. En las últimas semanas se rumoreaba un inminente acuerdo saudí-israelí que dejaría malherida la denominada solución de los dos Estados, ya que la corona saudí se desentendería de la cuestión palestina a cambio de recibir un trato privilegiado por parte de Washington. Los ataques del 7 de octubre representan un misil en la línea de flotación de esta aproximación al poner de manifiesto que la normalización árabe-israelí no contribuirá a la resolución del conflicto palestino-israelí, sino que más bien lo agravará, ya que ignora las reivindicaciones nacionales palestinas y allana el terreno para una eventual anexión del territorio ocupado por parte de Israel.
Las declaraciones de Haniyeh deben interpretarse, al mismo tiempo, como un cierre de filas del ala política de Hamás con el ala militar de la organización: las Brigadas de Izz al Din al Qassam. En el curso de los últimos años, las relaciones entre la Oficina Política y la rama armada no han estado exentas de fricciones. De hecho, los principales dirigentes de Hamás no viven en la Franja de Gaza, sino en Turquía y Catar, que se han convertido en los principales aliados de dicha organización islamista. Debe tenerse en cuenta que Catar se convirtió en el gran respaldo de los Hermanos Musulmanes tras las primaveras árabes y que Hamás no es otra cosa que la rama palestina de la Hermandad. Tras la operación Pilar Defensivo de 2012, el emir Hamad bin Jalifa visitó la Franja de Gaza y prometió una ayuda de 400 millones para reconstruir las infraestructuras civiles dañadas, en particular centrales eléctricas, carreteras y hospitales.
Tras la operación Margen Protector de 2014, Catar se comprometió a financiar los gastos de electricidad de la franja, así como los salarios de los funcionarios de la administración islamista y a prestar una ayuda de 100 dólares para las familias en situación de vulnerabilidad, todo ello con el beneplácito del gobierno israelí que temía un estallido de violencia como consecuencia del deterioro de las condiciones de vida a raíz del bloqueo de la franja. Mediante esta ayuda catarí de 30 millones de dólares mensuales, la situación económica experimentó una ligera mejoría que se tradujo en una mayor estabilidad. El propio Gantz, ministro de Defensa entre 2020 y 2022, dio luz verde a las ayudas cataríes señalando que, de esta manera, “se garantiza que el dinero llega a los necesitados, manteniendo al mismo tiempo las necesidades de seguridad de Israel”.
Al contrario que los dirigentes políticos radicados en el exterior, el mando militar de la organización islamista reside en la depauperada Gaza. Muhammad Deif, su máximo responsable, goza de plena autonomía para fijar su estrategia al margen de la Oficina Política. Su principal respaldo es Irán que, a pesar de las dificultades que atraviesa como consecuencia de las sanciones internacionales, no ha dejado de prestar ayuda a las Brigadas de Izz al Din al Qassam durante la última década. De hecho, Hamás es uno de los eslabones del denominado Eje de la Resistencia comandado por Irán e integrado también por el presidente sirio Bashar al s, Hezbolá y otras milicias chiíes a lo largo y ancho de Oriente Medio. El ala militar ha conseguido imponer sus tesis al brazo político en el curso de los últimos años como demuestra el restablecimiento de relaciones con el régimen sirio, interrumpidas desde que el liderazgo político de Hamás secundó el levantamiento popular contra Al Asad durante las primaveraa árabes. Todo ello pese a la oposición de Catar, que consideraba que el presidente sirio debía asumir su responsabilidad por los crímenes de guerra y de lesa humanidad perpetrados desde 2011.
Por lo tanto, el principal objetivo del ataque del 7 de octubre perpetrado por las Brigadas de Izz al Din al Qassam sería, en línea con los intereses de Irán, torpedear los intentos de normalización entre Israel y Arabia Saudí. Un acuerdo entre ambos países tendría dos claros perjudicados: por una parte, el movimiento nacionalista palestino que vería cómo Israel intensificaría sus políticas colonizadoras y anexionistas y, por otra, Irán y sus aliados regionales, que verían acentuado su aislamiento regional.
La fractura entre Hamás y Al Fatah
Las tensiones entre Hamás y Al Fatah no han hecho más que incrementarse desde el 7 de octubre. Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina, se desmarcó del ataque perpetrado por la organización islamista y declaró que “las políticas, programas y decisiones de la Organización de Liberación de Palestina (OLP) representan al pueblo palestino y no las políticas de ninguna otra organización”. La tibieza de la condena guarda una estrecha relación con la necesidad de solidarizarse con el sufrimiento de la población palestina de Gaza y la manifiesta debilidad de la Autoridad Palestina, que apenas controla el 40% de Cisjordania, dividida en varios cantones sin continuidad territorial.
Debe recordarse que Al Fatah y Hamás, las dos principales formaciones palestinas, mantienen una tensa pugna por la hegemonía política. Su rivalidad viene de lejos y tiene mucho que ver con sus posicionamientos ante el proceso de paz, la relación a mantener con Israel y la naturaleza de un eventual Estado palestino. Hamás nació en 1988, poco después del estallido de la primera Intifada y en pleno ascenso del islam político en el conjunto del mundo árabe. Ese mismo año, la OLP aprobó la Declaración de Argel por la que proclamaba, de manera simbólica, la creación de un Estado palestino sobre Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, territorios ocupados por Israel desde la guerra de los Seis Días de 1967. Al mismo tiempo, la central palestina reconoció el derecho a la existencia de Israel en el territorio restante (el 78% de la Palestina histórica) y renunció al uso de la lucha armada para lograr dicho objetivo. Este paso no puede entenderse sin aludir al Septiembre Negro jordano en 1970 y la evacuación de Beirut en 1982, que pusieron de manifiesto las limitaciones de la fórmula “solo hablan los fusiles”. Por su parte, Hamás condenó este movimiento como una traición y apostó en su Carta Nacional por el yihad para liberar la totalidad de Palestina, donde pretendía establecer un Estado islámico regido por la sharia. Tras la firma de los Acuerdos de Oslo en 1993, Hamás acusó a Al Fatah de haber aceptado una autonomía parcial para la población en lugar de un Estado soberano e independiente sobre el conjunto de los territorios ocupados. A partir de aquel momento, la organización islamista emprendió una devastadora campaña de atentados suicidas contra objetivos civiles para tratar de torpedear el proceso de paz, algo que logró con la inestimable ayuda de los sectores ultranacionalistas israelíes que torpedearon las negociaciones de paz y del movimiento mesiánico de los colonos, que acabó con la vida del primer ministro Isaac Rabin en 1995.
No obstante, tras un proceso de autocrítica debido al fracaso de la Intifada del Aqsa de 2000, la organización islamista decidió distanciarse del terrorismo y se inclinó por una posición más pragmática que le llevó a participar en las elecciones de 2006 al Consejo Legislativo Palestino, una entidad creada por los Acuerdos de Oslo. En su programa electoral aceptó, por primera vez, la creación de un Estado palestino soberano e independiente sobre Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este como fórmula para resolver el conflicto, posición que reafirmó en su Documento Político de 2017. En aquellos comicios, la formación islamista se impuso holgadamente a su tradicional rival, en gran parte por el hartazgo generalizado hacia un proceso negociador que no había impulsado el proyecto nacional palestino, sino que había profundizado la colonización israelí y establecido un sistema de apartheid.
Tras esta victoria electoral, las tensiones entre ambas formaciones fueron en aumento hasta que, durante el verano de 2007, se registró un choque de trenes durant el cual Hamás se hizo con el control de Gaza, mientras que Al Fatah afianzó su posición en Cisjordania. Desde entonces se han sucedido múltiples intentos por parte de Catar y otros países árabes para que ambas formaciones entierren el hacha de guerra y formen un gobierno de unidad nacional, algo que siempre ha chocado con la oposición frontal de Israel, que ha apostado por la estrategia de “divide y gobierna” para tratar de fragmentar a la calle palestina.
En los últimos meses, Hamás parecía haber alcanzado un compromiso tácito con el gobierno de Netanyahu por el que impedía los ataques desde Gaza a cambio de que permitiera la entrada de la ayuda para aliviar la crisis humanitaria. No obstante, el ataque del 7 de octubre rompió por completo la baraja. Esta demostración de fuerza de Hamás contrasta con la manifiesta debilidad de Al Fatah, la organización al frente de la OLP y la Autoridad Palestina. Desde el fracaso de las negociaciones de paz en la Cumbre de Camp David de 2000, los diferentes gobiernos israelíes, independientemente de su signo, han emprendido una campaña de acoso y derribo contra la Autoridad Palestina. Primero contra Yaser Arafat y, después, contra Mahmud Abbas, desacreditados como interlocutores válidos. Todo ello mientras el proyecto colonizador israelí sobre Cisjordania avanza imparable con el establecimiento de más de dos centenares de asentamientos habitados por 700.000 colonos, en un claro mensaje de que Israel nunca permitirá la creación de un Estado palestino viable sobre los territorios ocupados.
Castigar a los moderados y premiar a los radicales se ha demostrado una estrategia del todo arriesgada. En este escenario de “cuanto peor, mejor”, Hamás es para Netanyahu el enemigo idóneo, pero no debe olvidarse que Hamás no existía cuando Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza fueron ocupados en la guerra de los Seis Días de 1967. Difícilmente Hamás tendría una posición dominante en la escena política si la colonización no se hubiera intensificado hasta extremos inimaginables y si la Autoridad Palestina hubiese podido exhibir algún éxito, por pequeño que fuera, de su apuesta por la vía negociada ante la población. Pese a ser conscientes de esta situación, las autoridades israelíes optaron por minar la credibilidad de Abbas hasta hacerlo prácticamente irrelevante y, hoy en día, su figura concita un fuerte rechazo en el seno de la sociedad palestina.
Catedrático de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Complutense de Madrid y codirector del Grupo de Investigación Complutense sobre el Magreb y Oriente Medio.