El día en que el autor de “Malditos toscanos”, Curcio Malaparte, era un cuerpo entumecido llevado por los caminos de hierba al encuentro de su tumba en Prato dentro de un furgón funerario, también se enterraba con él el cadáver de su madre.
Uno podía sentir la sangre coagulada transitando como la lava del Etna por las calles de Nápoles al encuentro de la bahía, mientras aquellos efebos espigados, heridos en su pudor, profundamente desencajados, femeninos hasta en la saliva, asustados y oprimidos bajo la Torre del Greco, cara al estuario azulado del mar Mediterráneo, parecían disgregados de las páginas de “Sexo y libertad”.
Por su parte Oriana Fallaci, similar a la libélula sin capullo, se debatía en la polémica desde su mismo nacimiento a la literatura, cuando era solamente un proyecto de periodista por las calles de Roma.
Ya enferma de cáncer en el vaho de un otoño herido, y habiendo visto derrumbarse las Torres de Manhattan desde su pequeño apartamento en esa isla neoyorkina de la luz y el cemento, por obra de un comando fanático de musulmanes, repetía, para condenar la actitud de esos bárbaros mientras mira su esplendoroso Occidente, crisol de florecimientos humanistas, expresando que “detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias, entre otros muchos. Está la antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura. Sus palacios y sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes y sus calzadas”.
No le faltaba razón. Pero el Islam – el árabe, para ser más concisos históricamente – también tuvo un magnifico esplendor. Su lenguaje, el de la poesía, nos ha legado las palabras más agraciadas de la literatura universal; lo mismo la ciencia, base de descubrimientos extraordinarios, que abrieron las puertas del progreso moderno.
Hoy Oriente y Occidente se repelen, parecen haber regresado a los tiempos de las Cruzadas y los califatos de Damasco, Bagdad o el imperio Otomano, ya que el camino de la razón y el afecto, sembrado primero por Jesús de Galilea y unos siglos después matizado en las sharias de Mahoma, se convirtió en carcoma llevada por el viento desolado.
En donde antiguamente hubo respeto y comprensión – pensemos en Córdoba, Granada, Damasco y Constantinopla – ahora hay en muchos espíritus abrojos y cardos agrietados, siendo esa la gnosis por la que desde hace años se vienen escudriñando las causas de la amarga expansión del fundamentalismo islámico.
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