Alirio Pérez Lo Presti: Cuando el arte es ambicioso

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Me parece muy bueno que la superficialidad y lo banal ocupen espacios de nuestras vidas. A fin de cuentas, el tiempo de ocio lo podemos invertir en aquellas cosas que nos relajan, en especial, lo que tienda a distraer la mente y hacer que nuestras ideas y emociones se desplacen a un plano abiertamente placentero, que sería deseable.

Pensar es divertido

A la par de cultivar lo ligero, también puede ser divertido el ejercicio de pensar y en ese sentido, el arte, además de hacernos sentir disfrute y deleite por lo que genera placer, también es capaz de entretenernos a través del pensamiento, su activación, su cultivo y el poder disfrutar de los caminos que se nos abren cada vez que pensamos. Es que ser inteligente o cultivar asuntos inteligentes puede ser de lo más recomendable.

Por eso es por lo que me agradan las propuestas artísticas que, además de entretener, logran de manera simultánea pasearnos por universos paralelos y mundos aparentemente imaginarios, que llevan consigo un mensaje que se agradece, porque va más allá de lo obvio y de aquello qué fugazmente entretiene. El arte, cuando tiene carácter más aspiracional, puede llegar bastante lejos. De ahí que quedé asombrado y agradecido al salir del cine y poder disfrutar de la película del director japonés Hayao Miyasaki: El niño y la garza. Asunto para pensarlo y repensarlo, porque lejos de la vulgaridad, la chabacanería y el comercio de los sexual, que tiende a hacerse de las suyas en las mentes de millones de personas, las películas de Miyasaki terminan por convertirse en un perfecto oasis que sirve de repelente al mal gusto y cultiva el entusiasmo por aquel arte que es ambicioso y logra su cometido, a tal punto que en El niño y la garza, Miyasaki consigue una propuesta estética que trasciende la belleza y la fealdad y logra alcanzar la totalidad de lo artístico y sus bemoles.

Como corolario de su obra y en una especie de sumatoria de propuestas anteriores, el japonés logra exhibir una película que muestra con belleza, las infinitas posibilidades de lo metafórico, lo paradójico y lo que ocurre cuando las metáforas paradojales se hacen de las suyas y se adueñan de la escena.

Puertas y ventanas se cierran y se abren

Pero El niño y la garza, y creo que es algo que no se debe perder de vista, también marca el cierre de una puerta en la cual la creatividad ha estado al servicio de una inteligencia ambiciosa y rica en belleza. Ese cierre de puerta, que representa la despedida del artista a través de la elaboración de una obra total, también es motivo de inspiración para todas aquellas personas que apuestan porque la civilización no sólo sea un cúmulo de necedades, sino que existe un montón de personas que tienen la expectativa de que el gran milagro que representa el arte supremo se siga repitiendo conforme va pasando el tiempo.

Lo simbólico es simbólico en cuanto significa algo para alguien, pero eso no es suficiente para universalizar un asunto. Con Miyasaki ocurre como con los grandes creadores, que parten de elementos localistas y costumbristas para generar una visión que precisamente por su carácter local, trasciende y se vuelve universal. La universalización de una disciplina tiende a darse cuando esos elementos comunicacionales que son parte de lo humano, independientemente de donde se encuentre, alcanzan ese carácter de vínculo colectivo, precisamente porque lo más universal de lo humano es aquello que parte de preceptos individuales, locales, reducido a pequeños espacios, pero con la capacidad de decirnos las cosas directamente a quienes estamos ávidos de escucharlas.

Superficialmente profundo y viceversa

Lo frívolo puede ser aplaudido. Lo frívolo, mantenido en el tiempo, sin la compañía de aquello que tiende a la trascendencia es nauseabundo. De ahí que las propuestas del arte son potencialmente infinitas, pero bastante limitadas a la hora de cosechar frutos si no adquieren el carácter universal que los símbolos son capaces de otorgarle. Esa simbología es compartida, independientemente de la cultura, el espacio y el tiempo, entre muchas razones, porque cuando lo simbólico adquiere el carácter de un valor, se incrusta en nuestro mundo interior.

Nuestros valores nos protegen

Aquello a lo cual le damos un carácter de valor, forma parte de nuestro mundo interior. Aquello que consideramos un valor pertenece a nuestra más profunda esencia. La capacidad de movilizar la dimensión de los valores humanos es de las grandes pretensiones de cualquier arte. Tal vez la más elevada y lo celebraremos cada vez que ocurra.

Que sea de Tokio o de Carora, es exactamente lo mismo. Basta conque desde la plataforma de lo local, aquello que consideramos cercano y sea parte de nosotros, logre, por la técnica propia de una disciplina, universalizarse. Que así siga pasando.

Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano – alirioperezlopresti@gmail.com – @perezlopresti

 

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