Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído. Jorge Luis Borges.
El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Marguerite Yourcenar.
Leer puede ser un placer, también una obligación, una responsabilidad. Lo cierto es que leer aguza la mente, enriquece el vocabulario y por sobre todo nos abre un mundo. Una brillante frase de Wittgenstein recoge el profundo sentido de la lectura: los límites del lenguaje son los límites de mi mundo. No conozco otra fórmula; el lenguaje se enriquece leyendo, y el estilo particularísimo de cada escritor es un acto de pensamiento donde sus lecturas ocupan un rol destacado, así sus efectos sean difíciles de descifrar.
Cada etapa de la vida se nos ofrece distinta en la manera de abordar un libro. No tengo dudas de que la niñez es curiosidad de lectura, la juventud es una etapa fulgurante y la primera adultez es la etapa de sedimentación de lo leído. Aunque la curiosidad por los libros y la lectura solo terminan con la capacidad de leer y entender lo leído, para lo cual la memoria es fundamental, lo cierto es que al entrar en la llamada tercera edad (que varía de acuerdo con la salud mental y física de cada ser humano) nos acercamos de forma más pausada y hasta retraída a nuestros amados libros. En esta etapa de la vida se lee aunque también se relee, asumiendo una nostalgia por los libros que por algún momento y en alguna circunstancia entraron, para no salir jamás, al fondo de nuestra alma.
Todo buen lector, amante de sus libros, construye su biblioteca, que independientemente de su vastedad pasa a ser un lugar hasta íntimo donde disfrutar de sus libros, así no todos los haya leído, pensando en algún tiempo propicio que por diversas razones tal vez no llega nunca. En alguna oportunidad le preguntaron a Uslar Pietri, que seguramente disponía de una rica biblioteca, si había leído todos sus libros, a lo cual contestó con franqueza que no los había leído todos, pero sabía en qué estante de su biblioteca se cobijaban. Tenía razón, pues quien ama sus libros sabe dónde encontrarlos, así hasta ese momento se haya contentado con consultar algunas páginas o hasta sobar y desempolvar su lomo cualquier noche de insomnio.
Eso de releer nuestros libros tiene sus bemoles, pues la emoción de su lectura depende del momento de abordarla. Incluso no es extraño que pueda producir un desengaño, un retraimiento, al preguntarnos por qué aquel libro en su primera lectura tuvo un hechizo que se atenuó con el paso inexorable de los años. Es posible, y a mí me pasó con Rayuela de Julio Cortázar, pues me significó mucha paciencia el esfuerzo de completar su difícil lectura. Sin duda una obra maestra, pero yo la verdad que preferí la ágil lectura de sus relatos.
No seré petulante con mis lectores para anunciar aquí mis preferidas lecturas, pues la selección es una tarea caprichosa y puede cambiar con el tiempo. He leído de todo y de nada me arrepiento, aunque la verdad es que todo para mí significa ni más ni menos que lo que comprendo. El hecho es que tengo en mi biblioteca algunos libros que intento leer, pero naufrago en el intento. Seguramente necesito un guía que la mayoría de las veces no encuentro. Es el caso de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, que comienzo y recomienzo sin ninguna oportunidad, pese a mi esfuerzo para seguir leyendo.
El buen lector es un hombre abierto, inevitablemente tolerante ante la amplitud y versatilidad del conocimiento. Además, es fácil de distinguir, pues en él florecen la duda y la sofisticación en los argumentos.
El buen lector no lee sin un acompañante indispensable de los libros, un libro en que se apoyan todos los libros. Ese acompañante es un buen diccionario (preferiría expresar la idea en plural), pues no sólo nos ayudan a entender el significado de las palabras, sino también a fijarlas en nuestra memoria. Como expresó alguna vez en plásticas palabras García Márquez del diccionario de la lengua: “Nunca lo vi como un libro de estudio, gordo y sabio, sino como un juguete para toda la vida”.
Hay un libro para la cotidianidad de los momentos en que transcurre nuestra vida, incluidos libros de cabecera, sobre los cuales meditamos el ser y el devenir de nuestras angustias existenciales, sea en las horas serenas de la noche o en el fulgurante amanecer de cada día. Confieso que me siento orgulloso de mi libro de cabecera con el cual despierto cada día: una selección de pensamientos de San Agustín, pues me estimula a acercarme con devoción al universo infinito de la divinidad.
Benditos mis libros, pues gracias a ellos sé dónde me encuentro y de los tiempos inmemoriales de donde provengo, además de abrirme al futuro insondables caminos, senderos que tras de mi otros recorrerán y estamparán su experiencia también junto a la lectura de sus libros.