Brasil es un país especial, con muchos récords mundiales, como su superficie, la quinta mayor del planeta; su número de habitantes: 203 millones y su selva amazónica que contiene el 20% del agua potable del mundo. Sin contar la parte negativa, como el racismo atávico, la corrupción política y las desigualdades sociales.
Y si eran pocos estos récords, ahora acaba de aparecer uno nuevo: es el país con mayor número de templos religiosos. Más que escuelas y hospitales. Lo acaba de revelar el Ipea (Instituto de Investigación Económica). El número oficial de templos e iglesias de las diversas creencias religiosas, como católicos, evangélicos y ritos africanos es de 580.000 mientras las escuelas y universidades suman 264.400 y los hospitales y centros médicos varios, 247.500.
Existen en todo el país un templo para cada 68 familias. Y mientras disminuyen las iglesias católicas, crecen las de las diferentes creencias evangélicas que, por ejemplo, son casi las únicas en toda la zona de la Amazonia donde se han integrado con los nativos con mayor fuerza que los católicos.
La multiplicación de lugares de culto en Brasil adquiere todas esas proporciones porque entre los evangélicos, sea de la Iglesia Universal que de los Pentecostales, no existen solo los megatemplos que pueden albergar hasta tres mil fieles, sino que hasta un simple local, en un suburbio, un mercado abandonado, puede ser convertido en una iglesia. Legalizarlo en un país donde la burocracia es sofocante, crear una iglesia se hace en 48 horas y quedan exentas de todo tipo de impuestos.
Es tal la cantidad de templos evangélicos que se crean cada día que un dato gracioso es la dificultad que ya están encontrando para darles nombres a dichas iglesias, hasta el punto que existe hasta la iglesia de La Saliva de Cristo, haciendo alusión a cuando Jesús, curó la vista de un ciego mezclando su saliva con un puñado de barro.
Quizás porque Brasil, a pesar de sus índices de pobreza y desigualdades extremas, no desiste en la búsqueda del placer, es el país, donde al revés que, por ejemplo, en Europa, donde los nombres de las vírgenes son tristes, como Nuestra Señora de los Dolores o de las Angustias, existe la iglesia de Nuestra Señora de la Felicidad.
Brasil es un ejemplo clásico de que la laicidad que trajo la modernidad no supuso una disminución del campo religioso que sigue fuertemente enraizado y abraza a todas las clases sociales. No acaso, a pesar de la competencia de las iglesias evangélicas, Brasil sigue siendo el país del mundo con mayor número de católicos y con menos declarados ateos o agnósticos.
Como ha escrito el teólogo presbiteriano, Daniel Guananais, la religión “no tiene valor de sobrevivencia. Tanto es así que se vive sin ella. Pero tiene un gran valor de significado y es esa la razón por la que, a pesar de toda la modernidad, los sistemas religiosos crecen, resisten y seguirán vivos a pesar de todos los pronósticos negativos”.
El problema, sin embargo, de Brasil es que, mientras disminuye la influencia católica y aumenta cada día la población evangélica, es que la primera se va quedando como la fe de las clases medias y ricas, mientras que la evangélica ha conseguido penetrar entre los millones de pobres y menos cultos. Con la particularidad que sus pastores saben explotar en dichos templos los preceptos del Viejo Testamento, una mezcla de miedos y demonios, de promesas de salvación y de ayuda social en los rincones más abandonados. No acaso, entre los evangélicos sigue vivo el rito de los exorcismos para echar a los demonios, algo que está desapareciendo entre los católicos.
Lo que católicos y evangélicos olvidan es que Jesús, el centro de dichas iglesias nacidas del cristianismo, dejó claro que la verdadera fe religiosa no anida en los templos, grande o chicos, sino en lo íntimo de la persona. Baste recordar uno de los pasajes más revolucionarios de los evangelios, el de Juan (4,5 ss) en la famosa y revolucionaria conversación con la mujer samaritana.
Los samaritanos no se hablaban con los judíos y tenían sus propios templos. Jesús, el provocador por antonomasia, pasando por Samaria, se paró, escandalizando a los apóstoles que le acompañaban, a conversar con una mujer que estaba sacando agua de un pozo. La conversación aparece en el evangelio hasta con un cierto tenor de coqueteo. La mujer lo provoca preguntándole por qué habla con ella, que era una samaritana. Jesús le dice a la mujer que vaya a buscar a su marido. “Yo no tengo marido”, le respondió. Y Jesús la desconcierta: “Llevas razón, porque has tenido ya cinco y el de ahora tampoco es el tuyo”. La samaritana desarmada y perpleja le confiesa: “Es verdad. Entonces tú eres un profeta”.
La mujer samaritana, enemiga de los judíos, insiste en la conversación: le reprocha que los judíos defiendan que el de ellos es el único templo válido. Y le recuerda en su defensa: “Nuestros padres adoraron a Dios en este monte”. Y es ahí donde Jesús hace una de sus mayores revelaciones de todos los evangelios: “Créeme, mujer, llega la hora en la que ni en este monte ni en Jerusalén adorareis a Dios sino en espíritu y en verdad”.
Según el judío revolucionario, la verdadera religión, el único templo válido, la única fe auténtica, no puede ser hallada en las cuatro paredes de un templo, el que sea, sino en el corazón de cada persona y en la aceptación de la diversidad, sin distinciones de judíos y samaritanos.
¿No les evoca nada el pasaje evangélico de la conversación entre los antagonistas, el judío Jesús y la mujer samaritana, en este grave y triste momento histórico que viven aquellas tierras? ¿No les recuerda esa guerra que nos juzga tristemente a todos, ese pasaje revolucionario bíblico de la samaritana y de Jesús?
¿Por qué no judíos y palestinos juntos viviendo en paz sin disputarse templos ni religiones?