Siguiendo la costumbre de muchos caudillos militares y autócratas latinoamericanos que han considerado y siguen considerando las elecciones como un espectáculo, Nayib Bukele celebró su éxito electoral con fuegos artificiales en la capital de su país.
Al mismo tiempo, siguió el manual al declararse vencedor sin que la autoridad correspondiente, el Tribunal Supremo Electoral de El Salvador, se hubiera pronunciado, es decir, “ya hay un resultado, ahora toca contar los votos”.
Esta inversión del manejo democrático en el proceso electoral que han seguido muchos mandatarios a nivel mundial, hizo que le transmitieran a Bukele sus felicitaciones por la abrumadora victoria en las urnas el día 4 de febrero. Este ejercicio electoral desvela varios mensajes que tendrán repercusión más allá de las fronteras salvadoreñas.
Primer mensaje: El tema de la seguridad es preferencial entre la población
La afluencia masiva de votantes es un claro indicio del apoyo que Bukele ha podido generar debido a su política de seguridad, con el encarcelamiento masivo de los miembros de las juveniles bandas delincuenciales que tenían agobiada, con sus acciones criminales, a la población salvadoreña.
El apoyo a Bukele refleja este alivio social de poder vivir con más tranquilidad y pasar por las calles sin sentir miedo de agresiones y extorsiones. Este sentimiento de desahogo entre los ciudadanos, al parecer eclipsa todas las advertencias de abuso de poder, ya sea de parte de los órganos de seguridad, de la justicia o de la misma sociedad, con denuncias falsas o mal intencionadas.
El renacimiento de la prisión en la América Latina contemporánea como panacea para muchos problemas acumulados de gestión estatal y pública es signo claro de este encauzamiento. Una vez más, se ha demostrado que la mayor importancia la tiene el tema de seguridad en las preferencias de la ciudadanía.
Segundo mensaje: La democracia ha perdido su utilidad
Al mismo tiempo, los electores salvadoreños en el país y de la diáspora en EE.UU. han decidido entregar la democracia del país a Bukele, a un régimen unipersonal sin limitaciones institucionales, que se rige por la lógica de “poner y quitar”, al libre albedrío de una personalidad que no está exenta de una fuerte tendencia impositiva y sin aceptación de posturas disidentes.
Esta disposición a renunciar a un ejercicio democrático cotidiano en contrapartida de un régimen que se legitima por la efectividad en el control de la delincuencia, saltándose todas las limitaciones en cuanto a la separación de poderes es vista con preocupación más bien desde fuera.
En El Salvador, tal valoración es considerada como un típico acto de irrespeto por parte del extranjero ante la “voluntad del pueblo”. Allí se está abriendo una brecha profunda no solamente en cuanto a diferentes percepciones, sino también a los fundamentos mismos del entendimiento de la democracia.
Cuando Bukele desea desaparecer el régimen democrático por considerarlo vencido, recurre al típico discurso refundacional y de regeneración política que está tan en boga en países vecinos como México y practicado desde hace años en Venezuela con efectos desastrosos.
Todo ello, acompañado de un discurso nacionalista cuando advierte que el país “no va a ser lacayo de nadie”. Al entusiasmarse por el apoyo que tiene por parte de una amplia mayoría de votantes, el presidente cree que esta votación le permite actuar a su antojo, siempre invocando una mayoría social a la que no parece importarle la pérdida de derechos si las calles están despejadas de
Tercer mensaje: El voto popular autoriza todo
Pero será justamente esta entrega incondicional de los derechos ciudadanos a través de elecciones u otros actos plebiscitarios, lo que a largo plazo demostrará ser el punto de quiebre de la democracia hacia una dictadura sin retorno.
La tentación de imitar el “modelo Bukele”, no solamente con respecto a las políticas de seguridad, sino también en materia del “ejercicio democrático”, es muy alta en la región, en la cual el interés de eternizarse en el poder es habitual.
Al mismo tiempo, se genera una actitud nacionalista, que rechaza cualquier invocación de derechos humanos y ciudadanos como intromisión en asuntos internos, una práctica más que conocida de los tiempos autoritarios del pasado. Hoy en día, esto se ve ampliado por el argumento facilista de una actitud colonialista por parte de “Occidente”.
A final de cuentas, los mensajes no son nuevos, pero en condiciones especiales muchos pueblos se dejan embaucar y son obligados a vivir sus ingratas consecuencias, que serían tan fáciles de evitar a través de un diálogo franco y abierto, que no escatime confrontaciones momentáneas, pero imprescindibles para evitar daños, frustraciones y pérdidas humanas cuando ya se hayan olvidados los fuegos artificiales del día de fiesta inicial.