Borja Lasheras: Putin, el “desnazificador” que defiende a Hitler

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No pensaba escribir sobre la “entrevista” de Tucker Carlson a Putin. Otro acto teatral en el que otro tonto útil en perenne búsqueda de casito y prebendas le dora la píldora al presidente ruso, sirviéndole en bandeja una plataforma para mensajes dirigidos a la audiencia internacional, especialmente Estados Unidos.

También, para su audiencia doméstica a un mes de ese oxímoron llamado “elecciones rusas”. A nuestro Amado Líder le respetan en la escena global.

Si acaso, tienes que reírte cuando, delante de millones de personas, Putin humilla a un Carlson que se afana por reír nerviosamente (parecer periodista es pedir demasiado), como cuando se alegra de que no le hubieran cogido en la CIA.

Por mucho que se esmeren, los tontos útiles en la cabeza de Putin sólo merecen su desprecio.

Pero hay innegables elementos pedagógicos en este teatro para entender lo que tenemos delante.

Sumerjámonos por un instante en el pútrido fango pseudohistórico que previsiblemente concentró el monólogo de Putin, logrando que un discurso de Fidel parezca una entretenida serie de Netflix.

Entre príncipes y reinos de antaño, remontándose casi al pleistoceno (sólo le faltó decir “Y al principio Dios creó la Gran Rusia. Y vio que era buena”), dijo lo siguiente:

“Como los polacos no dieron a Alemania el corredor de Danzig, y fueron muy lejos, empujaron a Hitler a empezar la Segunda Guerra Mundial, atacándoles. Polonia no aceptó compromisos, y Hitler no pudo hacer otra cosa que empezar a aplicar sus planes con Polonia”.

Es la narrativa con la que, en septiembre de 1939, la Alemania nazi justificó la invasión de Polonia. Junto con la iniciada dos semanas después por la URSS desde el este, en virtud del Acuerdo Molotov-Ribbentrop (esta media línea me llevaría a la cárcel en Rusia), destruyó ese país e inició la Segunda Guerra Mundial.

[Opinión: Tucker Carlson viajó a Moscú porque, con tanto periodista en prisión, alguien tenía que entrevistar a Putin]

En general, esta idea de que el agresor “no tuvo alternativa” es también una narrativa central de Putin y su aparato para justificar sus dos invasiones de Ucrania. La primera en Crimea, en 2014, seguida de un intento parcialmente fallido en el Donbás. Y la segunda, ya intentando conquistar todo el país, en 2022.

Por supuesto, el putinismo usa otras narrativas, como el imperialismo revanchista que se remonta al siglo XVIII o antes para hablar de “territorios históricos rusos” (incluyendo también Finlandia, media Europa central e incluso Alaska).

El de Putin es cada vez más el discurso de un irredentista histórico y fascista de los años 30, en el que, en lenguaje orwelliano, la agresión brutal a un país vecino más débil es “defensa”, la destrucción sistemática de ciudades y poblaciones enteras es “liberación”, etcétera.

No debería pues sorprender que, como apuntaba en X Yaroslav Trofimov, del Wall Street Journal, el autonombrado “desnazificador de Europa” abrace abiertamente la narrativa histórica nazi para la Segunda Guerra Mundial y justifique a Hitler.

Pero lo cierto es que hasta hace nada, apuntar las crecientes similitudes entre la Rusia de Putin con el fascismo, la Alemania nazi y el periodo 1938/39 no era relato kosher. “Tremendista”, una perezosa respuesta habitual. “Putin se contentará con Crimea, que siempre fue rusa”, etcétera.

Cientos de miles de muertos después (civiles y militares), decenas de miles de niños ucranianos deportados, fosas comunes, violencia sexual, renovadas amenazas contra Finlandia, Moldavia, bálticos, Polonia… ¿a lo mejor esta comparación debería ser menos tabú?

En una entrevista en Financial Times, el historiador Timothy Snyder, otro de los intelectuales aún incómodos para gran parte del establishment occidental, volvía sobre esta analogía en la que Checoslovaquia en 1938 sería Ucrania hoy. 1939, un ataque ruso a la OTAN, mañana.

Si para Hitler tanto Checoslovaquia como Polonia eran estados “artificiales”, para Putin ni existe Ucrania ni, sobre todo, debe existir. Eso se completa con un relato absurdo y contradictorio que además presenta a estos países más débiles como “amenazas existenciales” para el agresor y, como tales, deben ser eliminadas de raíz.

No estoy tampoco diciendo que Putin sea Hitler. Sí que hay similitudes en su pensamiento semipsicopático, su narrativa revanchista y en las brutales implicaciones que todo ello conlleva para sus vecinos, haciendo del momento actual algo quizá tan peligroso para la seguridad europea como esos años 30.

En el fondo, el lenguaje político criminal de estos discursos totalitarios legitima asesinatos en masa y destrucción sin final aparente. Las poblaciones humanas, no los territorios, son su objetivo directo. La gente que de hecho vive y ha vivido allí, que debe ser eliminada (la “desnazificación” es Bucha, Mariúpol, la alcaldesa de Motyshyn en una fosa con su hijo y marido), reeducada por la fuerza para que deje de ser lo que son, o expulsada.

Por supuesto, su visión torcida de la Historia llevaría, por ejemplo, a que, como un expresidente de Mongolia apuntaba en un irónico tuit, Mongolia podría hoy reclamar la práctica totalidad de Rusia.

Bromas aparte, es importante entender que, igual que un fundamentalista islámico con el Califato de Córdoba, Putin quiere reescribir con violencia la Historia, de modo que el mundo real se parezca más al mítico que tiene en la cabeza. Eso (y mantenerse en el poder) es su único objetivo vital, que adquiere tintes cuasimesiánicos.

Esto no es que tenga feo arreglo, es que no lo tiene. No hay plan de paz mínimamente aceptable ni territorio que le pueda saciar del todo (probamos eso con Georgia en 2008, Crimea y parte del Donbás en 2014, y sólo vino a por más).

Con perfiles así, la razón, la racionalidad no sirve de nada. Tampoco el apaciguamiento.

Sólo la fuerza, lo único que entienden. Eso pasa por derrotar a Putin en Ucrania y pararle los pies en el resto de Europa, que Trump flirtea con entregarle en bandeja.

 

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