Leonardo Padura: Más polvo en el viento

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Mi amigo Eduardo ha pasado a darme la noticia: ya tiene todos los documentos necesarios, ha comprado incluso el billete de avión. En dos semanas se va de Cuba, casi seguramente para no volver jamás: ha malvendido su casa, con todo lo que tenía dentro. Eduardo va a reunirse en Lima con sus dos hijos, que hace ocho y dos años emigraron y allá se establecieron.

Mi amigo Eduardo es contemporáneo mío y, como yo, mantillero desde siempre. O hasta ahora. Nuestra amistad debe ser tan vieja como nosotros, pero la primera imagen que guardo de él es del día inicial del curso escolar de 1960, cuando en el todavía llamado Plantel Juventud comenzábamos el primer grado. Al formar la fila para el Acto Cívico que abría el año —cantábamos el Himno Nacional, saludábamos la bandera y escuchábamos algún discurso del director del colegio—, una maestra tomó a Eduardo de la mano y lo llevó al final de la fila de “los varones”: porque aunque Eduardo era el más joven, era también el más alto de todos y debía ir al final de la línea. Desde siempre Eduardo tuvo el pelo rojo y el rostro pecoso que le valió el mote de El Colorao. Como yo, ahora tiene más canas que pelos rojos, pero sigue siendo El Colorao y, estoy seguro que desde aquel día de mi recuerdo, somos amigos.

Eduardo es licenciado en Geografía. Y siempre fue un excelente profesional, con notables conocimientos de temas como la cartografía, el estudio geológico de suelos y otras materias. Hace dos años, al llegar a los 66, luego de décadas de trabajo, se jubiló. La pensión que le asignaron es de unos 2.000 pesos cubanos. Pero sucede que hoy mismo, en Cuba, un cartón de 30 huevos se cotiza en 3.000 pesos. Con su jubilación Eduardo no podría comerse un huevo cada día. También por eso se va. Como sus hijos, se va. Es otro amigo más que vuela, como polvo en el viento.

Unos días antes había despedido a Kike, otro viejo amigo. Se fue a vivir a España, con su hija y sus nietos. Y me deja un enorme vacío, no solo sentimental, sino también práctico. Kike era, así lo decíamos mi esposa y yo, “el hombre de la casa”. Carpintero, fontanero, albañil, pintor, a veces incluso (contra su deseo) electricista, Kike resolvía todos los problemas domésticos y de sus manos salieron, a lo largo de muchos años, varios de los muebles que utilizamos: estantes para libros, mesa y sillas del comedor, puertas de madera.

Kike tiene 78 años. También es mantillero de nacimiento y nunca pensó irse, ni siquiera de Mantilla. Pero se ha ido. Su jubilación, por cierto, andaba por los 1.500 pesos y, por eso, nunca dejó de trabajar, en lo que apareciera, a pesar de sus dolores de huesos y persistentes malestares estomacales.

Ahora acabo de enterarme de que la doctora Esperanza también se va. Fuimos compañeros de estudio y fue mi novia, hace de eso como un siglo. Va a reunirse en Tampa con su hija a la que no ve hace diez años y con dos nietos que no conoce. Y se va para no volver.

Eduardo, Kike, Esperanza son de los pocos amigos de siempre que me quedaban en el barrio. A lo largo del tiempo he visto partir a muchos y hasta he asistido al velorio de otros. Como polvo en el viento esos amigos se han dispersado y acá me han dejado, cada vez más solo y más nostálgico. Cada uno que se aleja es una pérdida, no solo física, sino también mental: se llevan un pedazo de unas memorias compartidas que únicamente con ellos podía confrontar. Y eso duele, como la amputación que es.

¿Por qué se van tantos? ¿Por qué gentes como ellos, ya militantes en el club de la tercera edad, que muy difícilmente podrán hacer algo en esos países de destino para ganarse la vida? Se van porque los reclaman sus afectos, pero también porque se han cansado. Un pesado cansancio histórico que se concreta en un presente que no se parece al futuro que nos prometieron, el que nos merecíamos luego de años de trabajo y sacrificios. Se van porque aquí, en su país, vivían de lo que otro amigo del barrio llama “las donaciones”: las ayudas económicas de familiares y amigos radicados en el extranjero.

Los hijos y nietos de mis contemporáneos no esperaron tanto. Muchos decidieron cambiar su presente, aspirar a otro futuro y, para lograrlo, emigraron. Los hijos y nietos de mi generación no lo han pensado dos veces, se ha ido y se siguen yendo por cualquier resquicio, hacia cualquier destino.

Si se necesita ilustrar las proporciones de este desangramiento nacional en tránsito ahí están las cifras que el Departamento de Protección Fronteriza (CBP) estadounidense ha hecho públicas recientemente. Solo entre octubre y noviembre de 2023 ingresaron en Estados Unidos por vías irregulares 38.154 cubanos. La mayoría lo ha hecho a través de la frontera mexicana a donde suelen llegar luego de hacer la “ruta de los coyotes”, desde Nicaragua, a través de Centroamérica y México. El costo de esta travesía ronda los 10.000 dólares por persona y ya existe una red de traficantes que organizan el recorrido.

Así, por vías legales como el llamado parole humanitario establecido en enero de 2023 por el Gobierno de Biden para los emigrantes que tengan un “padrino” que los acoja en suelo norteamericano, más los que lo han hecho por vías irregulares, solo hacia Estados Unidos han emigrado más de 650.000 cubanos en los dos últimos años fiscales. ¿Y cuántos, como mis amigos, han salido hacia otros destinos como España, Perú, Argentina, Rusia o donde puedan irse? La cifra que sea causa espanto cuando se coloca junto al censo de 11,260 millones de ciudadanos residentes en la isla que se contabilizaban en el 2021 —cifra que incluía a muchos que ya habían emigrado.

El exilio ha sido parte sustancial de la historia cubana desde los orígenes de la nación. El primer hombre que proclamó su pertenencia cubana y la inmortalizó en sus textos fue el poeta José María Heredia, que en 1823 huyó de la isla, requerido por sus actividades independentistas. Es un destino que desde entonces nos ha perseguido y nos sigue persiguiendo a pesar de las ínfulas nacionalistas que nos gastamos. Y también a pesar de que, como dijo Milan Kundera, “nadie se va del sitio en que es feliz”.

La ola migratoria actual, a la que se han sumado estos amigos, parece ser la más nutrida de la historia nacional. Y conforma, sin duda, el reflejo de una insatisfacción de tantas gentes que prefiere la distancia y vivir todos los dramas que implica un exilio que permanecer en lo propio esperando el porvenir luminoso que no se enciende, que nunca llega.

En mi novela Como polvo en el viento traté de esbozar una crónica de las razones y resultados de la diáspora de mi generación y de la hornada de los que pudieran ser mis hijos y nietos. Pero la realidad suele ser más potente y dolorosa que la ficción, y hoy estamos viendo como se desangra un país del que se van no solo los jóvenes que persiguen un futuro menos incierto, sino también gentes como mis viejos amigos, en busca de un futuro que sin duda tiene mucho de incierto, en el que sufrirán nostalgias y sentirán pérdidas, pero en el que al menos tendrán la cercanía de sus afectos y, con ellos, entre otras cosas, tal vez, un alivio para tanto cansancio histórico y, espero, también las revueltas de una memoria afectiva que los haga evocar con cariño las muchas coladas de café que les hice aquí, en mi casa de Mantilla.

 

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