Una acotación necesaria…
Intitule esta nota consiente de cometer una impiedad tratando de recoger la angustiante interpelación de una amada tía, cuyo nombre de pila es Leonarda García, enclavada en la serranía profunda de Falcón en un pueblo yamado Curimagua, donde sobreviven aferrados a la fe, donde hay una absoluta ausencia de respuesta de las tradicionales y nuevas instituciones a los complejos problemas que cada día se agudizan y en su tribulación y picardía campesina, me inquirió a responderle esta ininteligible pregunta: “mire sobrino usted que desde sute era un atrevido y se le ocurría a decir cada cosa que nos parecían barbaridades, y ahora que es un hombre sabido y en política batido en doce plazas, respóndale a su Tía ¿Dónde está en este momento lo bueno porque solo vemos lo malo?… Curva a la esquina de adentro como las lanzadas por Sandy Koufax el nuestro…
Ubicando algunas pistas…
Josef Pieper, en su ensayo “Las Virtudes Fundamentales”, no ha vacilado en destacar el rango ético de la indignación frente a la viciosidad exhibicionista: “Cuando a la voluntad corrompida, que va a la deriva en el vicio de lo sensible, dice se le une una falta de fuerzas para irritarse, tenemos el caso de una degeneración total y sin esperanzas. Tal situación es la que se presenta cuando un sector de la sociedad, un pueblo o toda una cultura están maduros para su extinción”. Chávez habló y el fiduciario intenta imitarlo (lo vemos, una y otra vez) con un acento y ritornelo gestual que, más que propios de un profeta, resultaban y resultan la patética revelación de su irracionalidad.
Ya el 24 de enero de 1868, los hermanos Goncourt escribieron en su diario: Si existe un Dios, el ateísmo debe parecerle un insulto menor que la religión. Es extraño que dos hermanos yeven el mismo diario, un género que se distingue por revelar las experiencias íntimas de un individuo, especialmente siendo los Goncourt personajes bastante diferentes. Se yevaban ocho años. Edmond era serio hasta la ineptitud y se exigía una inalterable responsabilidad. Jules era volátil y alcanzaba con facilidad los límites de la vacilación y la muchachada. Gracias a que los unía una misma sensibilidad y un fanático amor por las palabras, tenemos hoy esta visión de la vida en París desde los extremos de dos hermanos que también yegaron a compartir la misma amante”. Pensando en las combinaciones íntimas que me he ido tropezando en la vida, incluyendo las de mis hijos y las de mis propios hermanos, creo que en un mismo hogar suelen surgir perros y gatos. Unos son más buscadores de cariño y viven pendientes de sus padres; los otros andan de su cuenta y a su ritmo, con ese misterioso andar de los felinos, siempre tan alertas como ausentes. De esta imagen familiar pasé a suponer cómo sería el diario de un país entero, ahora que somos perros y gatos en el peor de los sentidos. Me refiero a un diario donde se asiente lo que toda Venezuela va sintiendo día a día. Suena a fantasía, pero si no dejamos un testimonio colectivo del inútil y viciado drama que, vividos, el futuro estará más a la deriva y desprovisto que nuestro reciente pasado. Por más contradicciones que haya entre nosotros, algo habrá que sentimos todos y puede asentarse con el mismo provecho que el diario de Edmond y Jules. Cito: “siempre nos preguntamos qué significa Dios para nosotros, si tiene sentido su existencia, cómo representarlo, cómo comunicarnos con él, pero rara vez volteamos la tostada” ¿Qué le significamos a Dios? o, utilizando el verbo de los Goncourt: ¿Qué tal le parecemos? Encuentro una pista en un poema de Wislawa Szymborska titulado “El silencio de las plantas”. En nuestra omnipotente aproximación a las plantas, algo habrá semejante a la relación que Dios, guardaría con nosotros. Wislawa comienza hablando de una curiosidad que nos es recíproca, y nos ofrece la lista de sus plantas favoritas: la “hepática”, muy dada a la permanencia; la “nomeolvides”, que requiere poca atención, aunque su apodo le exija tanto; el “muérdago”, con sus tendencias parasitarias; el bulboso y solitario “narciso”. La poeta tiene un nombre para cada una, pero ninguna tiene un nombre para la poeta, a quien le gustaría charlar un poco con los compañeros de viaje, quienes usualmente conversan. Intercambian comentarios al menos sobre el tiempo, o sobre los días que pasan volando. Temas no nos faltarían: Tenemos tanto en común, la misma estreya nos mantiene a su alcance. Proyectamos sombra según las mismas leyes. Intentamos comprender cosas, y lo que no sabemos también nos acerca. Lo intentaré explicar lo mejor cada una a su marera, solo tienen que preguntarse. ¿qué es mirar a los ojos? ¿por quién late mi corazón?, O ¿porque mi cuerpo no tiene raíces? ¿cómo contestar estas preguntas nunca hechas?, no hay manera, la poeta no logra pasar de un monólogo que las plantas no parecen escuchar. A medida que avanzamos por este emotivo poema conviene leerlo mientras paseamos por un jardín, son las plantas las que parecen eternidades. Algo tienen de aqueyas divinidades griegas que una vez dominaron el universo y ahora son efigies mudas, tan reacias a responder a nuestras preguntas como en sus dominantes años. Esa sospecha incita a Wislawa a cerrar su poema diciendo: Conversar con ustedes es esencial e imposible. Y urgente de la vida presurosa y aplazada hasta nunca. Más fácil que con las plantas, e incluso que, con los gatos, es hablar con los perros, muy dados a responder, aunque sea con su incansable cola. Su obediencia a los hombres se debe a que, con tan toscas pezuñas, no logran hacerse cariño unos a los otros, al menos alrededor de las orejas, donde son tan sensibles. El primer lobo que sintió el contoneo de semejante caricia, lamió la mano del hombre en vez de morderla. Esa misteriosa mezcla de placer que los convirtió en un perro dúctil, bien dispuesto a amar a un ser superior capaz de preparar unos guisos deliciosos del que a veces le yegaban trozos. Gracias a su fidelidad han ido ganando terreno a través de los siglos. Me imagino la impresión que ahora les causará observar que un ser tan superior se incline a recogerles el pupú en las aceras. Resulta que tenemos más de perros divinizados que semidioses, el prestarles atención cómo somos vistos por los mejores amigos del hombre puede ayudarnos a entender nuestra relación con Dios. ¿Acaso nuestras mascotas no parecen mirarnos con plácida adoración y absoluta fe? Mira a tu perro jadear de alegría cuando te ve yegar, babear como un grifo y darte vueltas alrededor, y preguntémonos si a Dios le gusta vernos así, tan eufóricos, tan pendientes y dependientes, o prefiere la elegante indolencia del gato, o el magnético silencio de las plantas. Y conste que he presenciado la muerte de un par de eyos Así conocí el vago rastro que deja en la tierra el alma de los animales, tan distante del odio y el arrepentimiento que su estela es suave, natural, más cerca de la perplejidad que del dolor. Estas visiones que los hombres tenemos de las plantas y los animales son más persistentes y homogéneas que las que tenemos de Dios, sometidas a la inercia de la infancia, a las levedades de nuestras entrañas, a esos cambios de pendiente que traen los años y a reiteradas o inesperadas influencias. Los mismos hermanos Goncourt escribieron el 8 de febrero de 1868 una versión algo distinta a la del 24 de enero: Uno de los orguyosos placeres de los hombres de letras es sentir dentro de si el poder de inmortalizar lo que quiera inmortalizar. Por insignificante que sea, siempre estará consciente de poseer una divinidad creadora. Dios crea vidas; el hombre de imaginación crea existencias ficticias las cuales pueden causar una impresión más profunda y más viva en la memoria del mundo. Quizás Jules, el más temerario, haya escrito la entrada del 24 de enero, y Edmond, con su recargada seriedad, esta del 8 de febrero. Puede haber sido también al revés, porque la segunda es, sin duda, más irreverente. Pretender que podemos dejar hueyas más profundas y vivas que Dios suena a sacrilegio, pero al menos Jules, o Edmond, o los dos hermanos, están reconociendo la existencia de un ser superior, o dejando de reconocer que Dios puede ser también una de nuestras más persistentes ficciones. Esta glorificación del hombre creador nos yeva a la manera más decisiva y exigente de revisar nuestra relación con Dios. Me refiero a examinar la correspondencia que sostenemos unos con otros partiendo de la respuesta que Jesús le dio a un fariseo cuando le preguntó: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es afín: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas. Paradójicamente el primer mandamiento suele justificar la violación del segundo. Un soberbio ejemplo que nos concierne es la fundación de Hispanoamérica, pues se dio en un siglo cuando un mandamiento estaba en su esplendor y el otro en su peor momento. No es casual que el descubrimiento de nuestro continente coincida con la expulsión de los judíos y la toma de Granada. Este proceso de enfrentamiento y exclusión se extendió con mayor crueldad y facilidad a los aborígenes que España iba encontrando en sus avances. Las encendidas polémicas sobre si se debía considerar hijos de Dios a los nativos dominados, y por lo tanto “prójimos”, solían darse después de las matanzas y los abusos. El poeta Octavio Armand nos ofrece un ejemplo botánico que ilustra esta historia: “El bastón del emperador y el indio desnudo todavía resumen la conquista y la colonización de América”. La Corona se ungió y se sirvió sin pudor del primer mandamiento y, con una sola religión, un solo idioma y unas mismas leyes para hacer ciudades y pueblos, logró la increíble hazaña de colonizar una inmensidad que iba desde California hasta la Tierra del Fuego. Este cruento bautizo será determinante. El amor a “Tu Señor”, un Dios que determina lo que sientes y cómo piensas, originó una dependencia vertical que siempre estará acechando contra los acuerdos y la convivencia que se establecen en una democracia.
¿Un Justiciero o un Ser alado protector?
Cada vez que se pierde la capacidad de entendimiento entre los ciudadanos, se acude una vez más a la imagen de un salvador, o a un ser alado justiciero, o a un profeta portador de nuevas leyes, o a alguien que una las tres figuras e imponga una teocracia capaz de quitarnos el peso de amarnos los unos a los otros como miembros de una misma nación, para entonces dejar en manos del líder religioso y político la facultad de establecer quién es prójimo y quién no. Me he atrevido a dar estas cabriolas históricas para tratar de yegar pronto al presente, pues hemos estamos viviendo una bolivariana exaltación del primer mandamiento capaz de espantar no solo a un Dios que fuera sensible de los halagos y las relamidas, sino hasta al mismo Bolívar. Simón Bolívar ya no puede saber lo que pensamos de él, o lo que decidimos hacer con su perfil o sus huesos, pero nosotros sí podemos acercarnos a lo que él cavilaba. Si pudiera ver el estado de dependencia, estancamiento y aislamiento en que estamos sumidos, y como continúa celebrándose semejante barbaridad bajo el respaldo de su nombre, se yevaría las manos a los oídos y voltearía la cabeza como una vez lo hizo su cabayo. En esa convertida ahora en una trastocada caja de retumbo yamada Mausoleo debe tronar la manera en que el mundo nos observa algunos con desprecio, otros con lastima o conmiseración somos el ejemplo perfecto para un decálogo de despropósitos, estupidez y corrupción. Imagino a Bolívar observando la frontera con Colombia que soñó con suprimir, hoy convertida en un abismo entre dos mundos. Nuestra teocracia es cada vez más patética con un acompañamiento de traficantes, bachaqueros, mafiosos, pranes, burócratas y conexos. Se habla con descaro del comandante inmortal y divinizado, y de su hijo, un presidente con una pretensión de evanescente aura que se va estercolando aceleradamente en el zócalo militar que lo sufre, mientras hasta a sus propios “afectos”, ya le incomodan. Nuestros Magistrados y jueces, como en un coro de Esquilo, son los rapsodas de la tragedia, los que le dan su trasfondo ciego e inmutable. Actúan como los sacerdotes del templo, celosos de los dogmas y guardianes de sus propios secretos. Su entrega es impecable y admirable su subordinación. No hay entre eyos un solo cismático, nadie que dude, que vacile, que diverja, pues temen ser tratados como herejes. Bajo sus togas negras, yevan la patria al altar del sacrificio con la fidelidad de los mastines. Son funcionario grises, disciplinados y eficaces, que encarnan con orguyosa santidad como la señaló Hannah Arendt en la “banalidad del mal”. No nos ayudará mucho encomendarnos a Dios y obstinarlo con nuestros problemas. Cuando uno de los hombres más testarudamente poderosos del régimen tiene como lema de su escudo: “Con el mazo dando”, nos está invitando a caer en la trampa de “A Dios rogando”. Debemos concentrarnos en el segundo mandamiento. Al prójimo es al que debemos entregarle nuestros corazón, alma y entendimiento, y así acabar con esa idea tan paralizante y cismática de que nos gobiernan hijos de Dios. No puedo asegurar que algo o alguien más ayí del espacio y el tiempo nos verá con el cariño que le dedicamos a las plantas o los animales, pero aún así miles de miles creemos que podemos ser un mejor Venezuela
La inmortalidad solo abre media hoja de su puerta estrecha y deslumbrante.
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