Leila Guerriero: Bukele y la hora de la venganza

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En la película Old Boy, de Park Chan-wook, el protagonista es secuestrado y encerrado en un cubículo sin ventanas, sin luz de sol. No sabe quién lo hizo ni por qué. Permanece allí, sin días ni noches, por 15 años. Cuando sale, descubre que la atrocidad a la que fue sometido era la ejecución de una venganza. Tiempos hubo en los que las cosas se resolvían a lo Old Boy: matabas a mi madre, me vengaba matando a la tuya. Después, la venganza se reemplazó por la justicia, ese intento de impedir que nos cobremos una injusticia con otra peor, que permitió, por ejemplo, que los genocidas de la dictadura argentina no fueran torturados ni arrojados vivos desde aviones, como ellos hicieron con miles, sino sometidos a juicios en los que pudieron defenderse, y que, ya sentenciados, no fueran encapuchados y encerrados en un sótano sino conducidos a cárceles más o menos comunes. Juan Diego Quesada publicó en EL PAÍS una historia sobre el Centro de Confinamiento del Terrorismo de El Salvador (CECOT), una prisión de máxima seguridad, orgullo del presidente Bukele que se ufana de haber terminado con las maras —un cuerpo maligno que come y produce sufrimiento— en menos de dos años. Muchos de los pandilleros que las formaban están en el CECOT. Allí, dice Quesada, no hay luz de sol. La luz artificial está encendida las 24 horas. Los presos salen de sus celdas solo 30 minutos al día, con grilletes. No pueden recibir visitas ni llamadas. Hay dos inodoros por pabellón. Las condenas alcanzan los 700 años. ¿Un hoyo más, de los tantos que la humanidad ha desovado sobre la tierra, ofrece reparación a los familiares de las víctimas, o es la manifestación de un Estado que no busca hacer justicia sino cobrar venganza? Este mes, Bukele fue reelecto con, parece, el 85% de los votos. La fórmula “apoyo masivo/sed de venganza” tiene diversas expresiones en América Latina, y posiblemente la arrastre a su hora más oscura.

 

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