Desde la intervención rusa en Georgia en 2008, si no antes, se suele utilizar el mote ‘guerra fría’ cada vez que ha habido picos de tensión entre el Kremlin y la OTAN. O entre la Casa Blanca y Pekín, a cuenta de Taiwan, del pulso por el control de mares y rutas del Extremo Oriente o de las disputas comerciales. Pero desde la crisis de Crimea, en 2014, y, por supuesto, desde la invasión de Ucrania, hace dos años, la intermitencia se ha convertido en permanencia. Esta ‘guerra de fría’ del siglo XXI ya no es ocasional o coyuntural. Es estructural y definitoria de las relaciones entre el Este y el Oeste. Y, si bien en forma distinta a la anterior ‘guerra fría’, condiciona también los vínculos entre el Norte y el Sur.
Un desastre para todos
La guerra de Ucrania va mal. Para todos. Sin duda, en primer lugar, para el propio país escenario de los combates y la destrucción. También para Rusia, que, pese a una evolución favorable de los acontecimientos, soporta un desgaste humano, material, moral y estratégico considerable. Y para Occidente, que ha visto cómo sus estrategias solapadas de intervención no han conseguido los resultados esperados. Finalmente, también para el Sur, que necesita otro entorno más pacífico para superar sus viejas y nuevas dependencias.
La sensación general es que la guerra está fuera de control. Ucrania depende de manera muy peligrosa del apoyo exterior. Eso que se llama moral de combate se resquebraja un poco cada día. El reclutamiento de tropas de refuerzo se antoja más difícil. El porcentaje de la población que está dispuesta a renunciar a terreno nacional para detener la guerra aumenta cada mes. Las grietas en la élite son más visibles que nunca (1).
Rusia hace tiempo que renunció a acabar con el régimen ucraniano. Ni siquiera si consigue consolidar sus ganancias territoriales (en total, casi un 20% del país), estaría en condiciones de lograr una rendición del rival que facilitaría la caída de sus dirigentes y mucho menos el alejamiento de Occidente. Por el contrario, Ucrania está hoy más insertada que nunca en el complejo político y militar de la OTAN y su pertenencia a la Unión Europa, aunque más lejana de lo que proclaman los líderes continentales, está más cerca que al comienzo de la contienda.
En contraste, las sanciones no han hundido la economía rusa. Con su perspicacia habitual, el FMI ha vuelto a errar en sus previsiones. La economía rusa creció un 4% en 2023 (2), una cifra envidiable para Europa, atrapada en un nuevo ciclo de estanflación, lo que vuelve a instaurar las políticas de contención de precios y restricciones presupuestarias (3). Otra vez, las dependencias energéticas yugulan las opciones europeas. Hace medio siglo fue el boicot petrolero árabe tras la guerra del Yom Kippur; hoy es el abandono parcial de los suministros rusos. El castigo a Rusia ha sido un boomerang para la economía europea, en unos países más que otros, ciertamente. Los dirigentes europeos no se atrevieron al boicotear la compra de gas ruso, sino a una prudente sustitución progresiva. No ha dado resultado tampoco. En algunos países, caso de España, se compra más gas ruso, debido al complejo sistema de distribución (4).
Sin embargo, aseguran algunos expertos, Rusia no va a salir indemne de esta guerra. Al cabo, las sanciones harán mella (o lo están haciendo ya, socavando las bases productivas del país). El crecimiento económico actual está dopado por el esfuerzo de guerra, que supone un 30% del presupuesto estatal (5). Hay dudas, no obstante, sobre cuánto sesgo hay en el análisis de la situación real y a largo plazo de la economía rusa. Se reconoce que la guerra ha obligado al poder a orientarse estratégicamente hacia Asia y a congelar sus relaciones con Occidente. Pero si algo hemos aprendido con la globalización es que nadie puede renunciar a medio mercado mundial. Ni siquiera la primera potencia económica mundial puede renunciar o desacoplarse.
Para Estados Unidos, el curso de la guerra es un desastre estratégico, aunque disponga de medios para controlar los daños. Tras el fracaso inicial de Rusia, confiaba en repetir el triunfo cosechado contra su rival en la primera ‘guerra fría’. En cada episodio desfavorable de la guerra para Rusia (repliegue de las fuerzas invasoras, estancamiento del frente en el Donbas, debilitamiento de la flota del Mar Negro, aislamiento de tropas en las bolsas del sur e incluso la rebelión de opereta de Prigozhin), se ha querido ver un paso hacia un posible fin del régimen de Putin.
Rusia y China, con sus contradicciones sin resolver, están más cerca que nunca. Se sospecha, por no decir que se tiene la certeza, de que los chinos favorecen el aprovisionamiento de material militar a Moscú. Irán o Corea del Norte, que son la encarnación del ‘mal’ para los propagandistas americanos proveen a Rusia de drones y munición artillera. Turquía, aliado formal de la OTAN, es una pieza clave en el sistema de evasión de las sanciones occidentales. También otros aliados naturales de Washington en Oriente Medio y Asia, como Emiratos, Singapur, etc.
¿Desacople americano?
En Estados Unidos, principal donante de armas a Ucrania, el mecanismo se ha atascado por la negativa de una facción de la oposición republicana en la Cámara baja a desbloquear otros 60 mil millones de dólares de ayuda militar. No se trata de una treta coyuntural de presión sobre la Casa Blanca. La crisis parece ser sólo un anticipo de lo que se prepara. Esos republicanos díscolos son seguidores de Trump, que se perfila como candidato presidencial favorito en noviembre, con un programa claro y contundente sobre Ucrania: acabar la guerra en una reunión con Putin. Lógicamente, para satisfacción de las demandas rusas.
Ese escenario de pesadilla ha disparado las alarmas en Europa, sazonado con otras declaraciones extravagantes del expresidente que vuelve a poner en duda la continuidad efectiva de la OTAN. El establishment no le dejó ‘castigar’ a sus ‘rácanos’ y/o ‘morosos’ aliados europeos, pero asegura que no volverá a permitir esa negligencia.
De este lado del Atlántico parecen tomarse en serio las amenazas. O al menos eso indican las ‘calenturas’ que se han producido en las últimas semanas. El llamado ‘pilar europeo’ de la Alianza Atlántica no es el de hace tres, cuatro o cinco décadas. Es más activo o más belicoso por el Este que por el Oeste. Las vetas orientales son más atlantistas, por así decirlo. Los polacos y los bálticos, países de frontera con Rusia y ‘víctimas del expansionismo histórico ruso’ presionan a favor de un mayor gasto militar, presentado como ‘inversión existencial en Defensa’.
Desde el núcleo central europeo, las respuestas son más templadas, pero no refractarias. Al cabo, el complejo industrial-militar alimenta el debate y las presiones en favor de un mayor esfuerzo presupuestario no dejarán de aumentar. Alemania y Francia son clave.
En la política germana no hay unanimidad, ni en la coalición tripartita gobernante, ni siquiera en el principal de sus componentes, el Partido Socialdemócrata. El ministro de Defensa, Boris Pistorius, se ha tomado muy en serio el zeitewende (cambio histórico) que el canciller proclamó unos días después de la invasión rusa. El gobierno anunció un programa de rearme por valor de 100.000 millones de euros. Dos años después, se ha ejecutado una ínfima parte. Scholz sustituyó a su primera titular de Defensa por Pistorius, pero cuando éste ha querido pisar el acelerador de la maquinaria militar se ha encontrado con resistencias, incluso en la Cancillería (6). La situación económica no está para alegrías. Alemania está en el furgón de cola de las economías europeas. La transición energética está resultando lenta y fatigosa. Las elecciones se acercan. El SPD está hundido en las encuestas, incluso por debajo de los xenófobos de la AfD, que, contrariamente a otros afines en Europa, no están entusiasmados, sino al contrario, por esta nueva guerra fría.
En Francia, las perspectivas electorales son también inciertas. Macron tiene que lidiar con guerras sociales internas (campesinos, clases medias descontentas, trabajadores revueltos) y un creciente aislamiento político (presión de la derecha conservadora, grietas en su entramado centrista, euforia de la ultraderecha). El giro a la derecha en el interior viene acompañado de un endurecimiento de la retórica en el ámbito exterior. Macron ha vuelto a soliviantar a los aliados al decir que no está descartado el envío de soldados a Ucrania, aun reconociendo que no había consenso. Se quedó cortó en su matización. Más bien hay consenso en descartar esa eventualidad, y así se apresuraron a recordárselo muchos aliados europeos.
En realidad, y como ha ocurrido en otras declaraciones suyas anteriores, el presidente francés navega entre la realidad y la provocación. Si somos rigurosos, ya hay soldados occidentales en Ucrania. Lo que ocurre es que no forman parte de expediciones oficiales o abiertas. Algún analista lo ha recordado estos días (7). Pero lo verdaderamente relevante es la presencia de guerreros ocultos, de fuerzas de inteligencia occidentales que juegan un papel de primer orden tanto en las operaciones defensivas como ofensivas de Ucrania desde las fases iniciales de la guerra. Un trabajo de investigación del NEW YORK TIMES arroja datos muy detallados de la extensión e intensidad de esta implicación (8).
¿Una defensa autónoma europea?
Ante las perspectivas de un triunfo (o no derrota) de Putin en Ucrania y el regreso de Trump a la Casa Blanca, Europa reavive sus viejos dilemas sobre una Defensa autónoma (9). En las últimas semanas se han escuchado voces augurando una agresión rusa contra miembros de la OTAN en un plazo de tres y cinco años. Ese también fue un tópico nunca cumplido de la anterior guerra fría. El relato fue típico del mecanismo de profecía autocumplida. Si la URSS no traspasó el telón de acero fue el reforzamiento militar de Occidente, el paraguas nuclear americano.
En estos momentos, el asunto de la supuesta amenaza rusa y una Defensa común de Europa da para más que una referencia en este comentario. Pero valga con decir que estamos lejos de eso: tanto por razones estructurales, técnicas y materiales, como políticas. Si los dirigentes se calientan la boca con declaraciones altisonantes es en parte en compensación por debilidades intrínsecas del proyecto. La necesidad es discutible, la oportunidad es debatible, pero la viabilidad, al menos a corto plazo, es escasa (10).
La actual ‘guerra fría’, como la anterior, será rica en previsiones catastróficas, en tensiones y contradicciones políticas, en acontecimientos imprevistos y, sobre todo, en enriquecimientos de sectores industriales concretos. No deberíamos olvidarlo.
Notas:
(1) Ucraine: après deux ans de conflit, l’unité du pays épprouvée. LE MONDE, 24 febrero.
(2) Russia’s booming economy. THE ECONOMIST, 27 febrero.
(3) A travers l’Europe, le grand retour des restrictions budgétaires. LE MONDE, 20 febrero.
(4) El gas sigue dibujando mapas. ENRIC JULIANA. LA VANGUARDIA, 27 febrero.
(5) Putin’s unsustainable spending spree. How the war in Ukraine will overheat the Russian economy. ALEXANDRA PROKOPENKO. FOREIGN AFFAIRS, 8 enero.
(6) How Pistorius is transforming the German armed forces. THE ECONOMIST, 21 febrero.
(7) Foreign troops in Ukraine? They’re already there. ISHAAN THAROOR. WASHINGTON POST, 28 febrero.
(8) The Spy War. How the CIA secretly helps Ukraine fight Putin. NEW YORK TIMES, 25 febrero
(9) Putin, Trump, production capacity: the defence challenges facing Europe. LILY BAYER. THE GUARDIAN, 26 febrero.
(10) Why Europe can’t get its military act together. The continent faces multiples obstacles on the way to military autonomy. STEPHEN M. WALT. FOREIGN POLICY, 21 febrero.