Un acto gangsteril de un imperio decadente
Hay escenas que delinean perfectamente la personalidad de alguien o el modo de estar en el mundo de un grupo, una élite, una organización o lo que sea. También expresan los parámetros éticos de la sociedad en la que se registran. La destrucción del Boeing 747 de Emtrasur, robado a Venezuela por la pandilla que gobierna Estados Unidos, es una de esas escenas.
En las imágenes de la aeronave desguazada se expresa el carácter gansteril del imperio en decadencia. Hace recordar las célebres secuencias de películas de mafiosos, en las que el capo demuestra su poder matando a alguien impunemente, enfrente de todos y con escalofriante sevicia. Lo hace porque puede hacerlo y porque con ello aumenta su poder ante los demás, con el arma de la intimidación, del miedo.
La caterva bipartidista de Estados Unidos ha hecho esto toda la vida. Es uno de sus modos de sostener el poder imperial que ha ostentado desde hace más de un siglo. Las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki fueron una muestra de ese espíritu asesino. No era necesario matar a tantos civiles y causar tal devastación física ante un enemigo ya vencido. Lo hicieron para imponerse como potencia ganadora de la guerra, no ante las que perdieron, sino ante las otras que triunfaron.
Lo mismo puede decirse de las invasiones a Irak, Afganistán, Libia y Siria, así como a la destrucción y fragmentación de Yugoslavia. Más recientemente tenemos la voladura de los gasoductos Nord Stream y la forma como Washington ha llevado a la guerra a Ucrania y a la ruina a Europa, únicamente para aferrarse a un poder unipolar que ya no aguanta más.
Y ya como expresión presente de esa absoluta degeneración, tenemos el rol que cumple Washington en el genocidio de Gaza.
En nuestro vecindario, bajo la guía estadounidense, las oligarquías y las castas militares vinculadas a ellas han cometido toda clase de barbaridades solo para demostrar quién es el jefe de este patio trasero. No pocas veces se han ensañado con un adversario infinitamente más pequeño en lo económico y militar. Para poner solo dos ejemplos, tenemos la invasión a la minúscula isla de Granada, en 1983, y con la carnicería que hicieron en Ciudad de Panamá, en 1989, para secuestrar a su antiguo aliado, Manuel Noriega.
Esa característica recurrente en diferentes momentos históricos (antes, durante y después de la Guerra Fría), parece que se está acentuando ahora debido a los síntomas inequívocos de declinación de la hegemonía estadounidense. En la medida en que disminuye su poder real ante China, Rusia y otras potencias emergentes asociadas en la plataforma BRICS, la camarilla gobernante de Estados Unidos se pone más violenta en sus gestos mafiosos.
El caso del avión de Emtrasur ilustra este momento de debilidad supercompensada. La aeronave de la empresa de transporte aéreo de carga, filial de Conviasa, la línea bandera venezolana, fue secuestrada en 2022 en Buenos Aires, en un episodio en el que se sumaron la complicidad del gobierno de derecha del uruguayo Luis Lacalle Pou y la legendaria tibieza del peronista Alberto Fernández, de Argentina.
Ejerciendo un poder imperial que ni legal ni moralmente tiene, Estados Unidos ordenó a las autoridades argentinas detener el avión y a su tripulación en el aeropuerto de Ezeiza. Bajo temerarias acusaciones de terrorismo, con el respaldo de la nefasta maquinaria mediática argentina, se mantuvo retenidos a los tripulantes durante cuatro meses. Luego de privar a este grupo de trabajadores de su libertad personal (no podían salir de Buenos Aires), “los dejaron” salir, pero se quedaron con el avión durante casi dos años, hasta que hace apenas unos días, el gobierno sureño, ahora bajo control del caricaturesco ultraderechista Javier Milei, permitió que fuera trasladado a Estados Unidos, en lo que no puede calificarse sino como un atraco a cielo abierto.
El acto delictivo fue admitido y festejado por voceros de Estados Unidos, como Matthew Axelrod, subsecretario del Departamento de Justicia, quien dijo que “ahora es propiedad de Estados Unidos”. En realidad no ha sido nunca su propiedad, sino su posesión, como un carro robado no es propiedad del ladrón, aunque lo tenga en su poder.
El Boeing 747, tras volar subrepticiamente (como corresponde a un acto delictivo) aterrizó en un aeropuerto cerca de Miami, donde fue desguazado con la obvia intención de demostrar fuerza.
Pero, tratándose de un imperio en caída, estas exhibiciones de fortaleza son, a la vez, síntomas de suma flaqueza. Destruirlo es una manera de hacer inoficioso cualquier intento jurídico de rescatarlo, lo que podría ocurrir sencilla y llanamente porque ese avión (y ahora, lo que queda de él) está en poder de Estados Unidos merced a un abusivo y arbitrario ejercicio del poder imperial, por vías de hecho, diría un abogado.
Si Estados Unidos fuese ese país respetuoso de la ley que proclama ser, no se dedicaría a pisotear el ordenamiento jurídico de la forma en que lo hace casi a diario. No se atrevería a sustraer un avión sobre el que, al final de cuentas, no pesaba ninguna acusación firme, salvo las infamias aumentadas por la vergonzosa prensa argentina y por la jauría carroñera de Miami, que ahora se da un festín para celebrar el pillaje de un bien nacional.
Si Estados Unidos hubiese incautado el avión legalmente y con sanos motivos, ¿qué necesidad tendría de destruirlo? ¿No podría ser un transporte útil, por ejemplo, para operaciones humanitarias dentro y fuera de sus fronteras (como lo había sido, por cierto, en manos de Conviasa? ¿Por qué, en lugar de desguazarlo, no donarlo a un organismo internacional o a una causa caritativa interna?
La respuesta está en la necesidad que tienen los imperios, los poderosos, de demostrar su determinación a hacer el mal, a causar dolor físico, mental o espiritual; a hacer daño económico al “enemigo”, incluso mediante actos irracionales y bárbaros. Es la psicología del gánster, del capo o, dicho en la jerga delincuencial venezolana, del pran.
¿Qué tanto puede extrañarnos una acción canalla como la destrucción de una aeronave en perfectas condiciones de funcionamiento y con mucha vida útil por delante, si es obra de la misma clase política y corporativa que manda a sus embajadores en la Organización de las Naciones Unidas (afrodescendientes, para más injuria) a levantar la mano contra una resolución de alto el fuego en Gaza?
¿Qué tanto puede extrañarnos este robo y descuartizamiento si antes nos robaron Citgo, que vale muchísimo más que el Boeing, y están en proceso de descuartizarla?
Si analizamos con cuidado estos hechos, concluiremos que ya son pocas las acciones que realiza Estados Unidos dentro del marco de la proclamada democracia, respeto a los derechos humanos, libertad de comercio y de mercado. Pretende seguir siendo una superpotencia unipolar sin que su economía real lo sustente, apoyándose en su poderío militar, en el reinado del dólar, en actos terroristas como la voladura de los gasoductos rusos, en actos de vulgar pillaje, como el robo de nuestro avión, y en la aplicación de medidas coercitivas unilaterales y bloqueos.
Cínicamente, los voceros de Estados Unidos dicen que la confiscación (en realidad, un robo) del avión es para demostrar que no se puede utilizar su tecnología para ejecutar acciones hostiles contra su país. Es una pretensión estúpida, pues la vida de los estadounidenses depende cada vez más de bienes terminados o con un alto porcentaje de componentes fabricados en otros países, no precisamente aliados políticos, como China e India. Eso que antes se llamaba “producto americano”, esas mercancías “made in USA”, que eran sinónimo de calidad y durabilidad, son cada vez más escasas. Esas etiquetas son cada día más mentirosas. Sin los materiales electrónicos manufacturados en China y otras naciones del Lejano Oriente, Estados Unidos se paralizaría en pocas semanas. Esas proclamas de nacionalismo tecnológico no tienen asidero alguno en la realidad.
Y si hablamos del argumento antiterrorista, la mentira ya se eleva al cuadrado, al cubo o al exponente que sea posible imaginar. En su nombre, la gran potencia americana ha matado a millones de seres humanos a los que supuestamente ha salido a defender; en su nombre ha dejado en ruinas a países enteros; en su nombre ha pisoteado los derechos más elementales de pueblos inocentes. Y cada vez estamos más cerca de que se confirmen las versiones según las cuales en nombre de la lucha antiterrorista se planificó y ejecutó el peor atentado de la historia estadounidense.
Volvamos al principio: hay escenas que reflejan magistralmente el espíritu de la época, la calaña moral de quienes han ejercido la hegemonía. Y otra de ellas ocurrió en paralelo a la destrucción criminal del avión robado a Venezuela. En ella, el portavoz del Departamento de Estado, Matthew Miller, afirma en una rueda de prensa que «Israel es un país soberano y Estados Unidos no le dicta a Israel lo que deben hacer, igual que no le decimos a ningún país lo que tienen que hacer». Una de las periodistas presentes, Matt Lee, de la agencia AP, interrumpe y dice: «Sí, a menos que los invadamos».
Miller reacciona con una sonrisa y admite: «¡Buena esa, Matt!».
Fue buena, en verdad, la acotación de la reportera. Solo que a Estados Unidos no le hace falta invadir para darles órdenes a otros países. De hecho, como todos los otros burócratas que ejercen el papel de voceros, Miller es uno de los que se ha pasado los últimos meses amenazando a Venezuela con más “sanciones” si no anula la inhabilitación a María Corina Machado, emitida por la Contraloría General y ahora ratificada, como sentencia firme, por el Tribunal Supremo de Justicia.
Nos han dicho lo que tenemos que hacer, nos han dado la orden, y como no la hemos cumplido, nos rompieron el avión y van a hacer lo mismo con lo que queda de Citgo. “¡Buena esa, Miller!”.