Rafael Fauquié: Montaigne y la tolerancia

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En la presentación de la primera edición de los Ensayos, fechada el 12 de junio de 1580 y que lleva por título “El autor al lector”, Montaigne aclara: “Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con él no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que sucederá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron. Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto”.

Es mucho lo que Montaigne ha vivido cuando comienza a escribir. Había nacido en 1533 y publica sus primeros trabajos en 1580, esto es, a sus cuarenta y siete años. En numerosas oportunidades, hace referencia a su edad algo avanzada. “Encomendéme –dice en su ensayo “De la diversión”-  al amor por arte y estudio, a lo cual la edad me ayudaba”. Haber vivido para llegar a saber y saber para poder escribir: muchas de las afirmaciones de Montaigne provienen de una lógica incuestionable: ésa que ha ido consolidándose en una experiencia legítima, en la inteligencia y sentido común de un hombre que, al vivir, aprendió a entender.

De cualquier tema Montaigne encuentra algo original que decir. Sus disertaciones tienen que ver, frecuentemente, con reflexiones sobre las cosas más prácticas e inmediatas. El mismo no duda en mostrarse como un ser de carne y hueso, describiéndose sin benévolas concesiones: “Inclúyome en la clase más común y ordinaria de los hombres, y lo que me distingue acaso es la confesión sincera que de ello hago. Sobre mí pesan los defectos más comunes y corrientes, pero ni dejo de reconocerlos, ni tampoco de buscarles excusa, y me justiprecio sólo porque conozco lo que valgo” (“De la presunción”).

Leyendo a Montaigne nos convencemos de la profunda significación moral de su escritura. Quizá su mayor revelación haya sido la tolerancia. Ésa es una de las principales enseñanzas de sus Ensayos. La tolerancia como un norte, como una meta de vida. Es preciso conquistarla y saberla practicar. Solo en tolerancia, dirá una y otra vez, pueden convivir los seres humanos. Vale la pena recordar sus palabras: “No tengo ese defecto tan común de juzgar a los demás según yo soy. Creo fácilmente cosas distintas a las mías. Por sentirme comprometido con una forma, no obligo a ella al resto del mundo, como hacen todos; y creo y concibo mil modos de vida opuestos; y al contrario de lo normal, acepto más fácilmente la diferencia, que el parecido entre nosotros. Descargo todo lo posible a un ser de mis condiciones y principios considerándole simplemente en sí mismo, sin relación alguna, reconstruyéndolo según su propio modelo”.

Para Montaigne la tolerancia está relacionada tanto con comportamientos individuales como con razones colectivas. Es, por ejemplo el caso de la única respuesta humana posible a la realidad de culturas diferentes. No existe para Montaigne la noción de naciones avanzadas y naciones atrasadas. Así lo expresa en su ensayo sobre el Nuevo Mundo, en el cual su conclusión es clara: ninguna nación tiene el derecho de sojuzgar a seres diferentes habitantes de mundos diferentes. Como bien finalizan sus palabras: “…cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres”.

 

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