Juan Antonio Sacaluga: Las primarias que nunca existieron

Compartir

 

Ha pasado el Supermartes de las elecciones norteamericanas sin sorpresas dignas de consideración. Biden y Trump se encaminan hacia una repetición del duelo de 2020, pero con papeles invertidos. En esta ocasión, el líder demócrata será el incumbent (el titular del cargo) y el republicano hará de aspirante. Aunque ninguno de ellos haya obtenido técnicamente aún el número suficiente de delegados para ser coronados en las convenciones del verano, las cartas ya están echadas. Este año ha habido primarias sólo formalmente, pero no ha habido eso que tanto gusta a periodistas y los aficionados a la política como espectáculo: emoción, disputa (1).

Biden y Trump reflejan gran parte de las dolencias del sistema norteamericano. De un lado, el establishment esclerotizado, envejecido, y no sólo biológicamente. Los ochenta años cumplidos del actual presidente han sido motivo de debate durante al menos los dos últimos años, entre las bases, escalones medios y grandes electores del partido. Aún está viva la discusión, aunque ha derivado ya hacía los márgenes especulativos. Nadie se ha querido postular y a nadie se ha señalado como alternativa. Por distintas razones. No parece elegante debilitar al líder de facto del Partido mientras está gobernando (se ha hecho antes, pero en muy pocas ocasiones). No hay motivos políticos de fondo: la economía marcha bien, Estados Unidos, se dice, ha recuperado crédito en el mundo (o, mejor dicho, entre sus aliados de siempre). Y, last but no least, el perfil moderado de Biden parece lo más aconsejable para atraerse a los republicanos moderados que están espantados ante una vuelta de Trump.

Desde los sectores más dinámicos y/o progresistas del Partido Demócrata las cosas se ven de otra manera. Ya no les basta con apelativos retóricos a la democracia, con gestos amables hacia las clases menesterosas o con gastadas proclamas de los valores de la nación elegida. Las minorías raciales, sociales e incluso los sectores menos favorecidos de las clases medidas necesitan otro Partido Demócrata. O simplemente otro Partido a secas (2).

Gaza, la ruina moral de Biden

La guerra de Gaza −en particular, la abominable campaña de venganza de Israel por lo ocurrido el 7 de octubre− ha terminado por fracturar sin remedio a los demócratas. Biden, su gobierno y la fracción legislativa que lo apoya se han descolgado de las bases más progresistas por su resistencia a desasociarse de la actuación israelí. La crítica contenida de la Administración no ha sido suficiente para conjurar el malestar.

Quizás lo más interesante de estas primarias en blanco y negro haya sido el número de no commitment votes (traducible como votos no comprometidos o votos en blanco) en el estado de Michigan, uno de los que se apuntan como claves para decidir el ganador en noviembre. Biden ganó allí en 2020 y confiaba en hacerlo este año. Durante la prolongada huelga en la industria del motor, el presidente hizo uso de sus reflejos populistas y se calzó la gorra de sindicalista para apoyar las protestas laborales, conforme a su trayectoria política. En estado automotriz por excelencia, recuperar a la base obrera parecía una estrategia ganadora frente a un Trump que ejerce una atracción fatal sobre las masas de trabajadores blancos sin estudios superiores.

Pero Biden no contaba hace meses con la bomba de tiempo que la guerra de Gaza dejaría en Michigan. El estado cuenta con el mayor número de árabes americanos, y en algunos distritos constituyen una mayoría. Allí ganó su escaño en la Cámara Baja la palestina de origen Rashida Tlaib, una de las integrantes del squad o grupo progresista de mujeres que constituye la punta de lanza del sector crítico del Partido Demócrata. Para denunciar la pasividad, la tibieza o la complicidad (según el ánimo de cada uno) de Biden frente a Israel, Tlaib y sus seguidores promovieron una campaña de voto en blanco, extensible a otros estados. En Michigan, más de 100.000 electores registrados como demócratas depositaron su no commitment vote o voto en blanco. Fue una especie de voto de castigo o de advertencia. Si esos demócratas persisten en su actitud en noviembre, y aseguran que lo harán, Biden podría perder estado clave y comprometer muy seriamente sus aspiraciones de reelección. Quizás no valga con decir que sería peor para los palestinos otra presidencia de Trump. Los daños propios duelen más que los ajenos y despiertan más resentimiento (3).

No hay todavía datos fiables sobre la extensión de los no commitment en esta jornada de Supermartes. Pero el clima debe preocupar en la Casa Blanca y en el Partido. En el promedio de encuestas, Biden va por detrás de Trump en todas las encuestas (4). No es una diferencia insuperable, pero si el actual Presidente no consigue asegurar sus votos otrora más seguros, difícilmente podría dar la vuelta a la situación.

La fractura republicana

Del lado republicano, las cosas tampoco son para celebrar. El partido del elefante se mueve entre la resignación y una euforia inconsistente. Hace tiempo que está escindido en al menos dos corrientes: la trumpista y la convencional. Pero en esta última hay distintas sensibilidades.

Los trumpistas son básicamente los RINO (acrónimo de republicans in name only o republicanos sólo de nombre). Aglutinan a ultraconservadores, libertarios sin carga ideológica firme y sobre todo oportunistas. Se han colocado detrás de la sombra de Trump por pura conveniencia. Son racistas, clasistas, negacionistas de todo pelaje y condición: un crisol de lo que sería en Europa la ultraderecha más rancia. Pero conectan con un sector muy amplio de los trabajadores blancos que se sienten amenazados por las minorías raciales (negros, latinos, asiáticos) y sociales (mujeres feministas, jóvenes contestatarios, ciudadanos con opciones sexuales o de género distintas a las convencionales, etc) (5).

Eso no quiere decir que la fracción trumpista del Partido Republicano se haya vuelto obrerista. Cuenta con el apoyo de multimillonarios, o millonarios, que van por libre en la estructura social, que se han descolgado de sus afines de clase o son outsiders en la selva del capitalismo norteamericano. Por seguidismo o magnetismo, estos privilegiados económicos arrastran a sectores incomodados de las clases medias. Esta melánge interclasista carece de programa político solvente, pero constituye una carga de profundidad para un sistema político agotado.

La facción tradicionalista del Partido Republicano está desmoralizada, pero no derrotada. Se ha aferrado a la candidatura fantasmal de Nikky Haley en estas primarias, como un recurso testimonial. La fragilidad de la resistencia era más que evidente. Haley forma parte del núcleo de dirigentes republicanos que sucumbió al empuje de Trump, al aceptar ser su embajadora ante la ONU. Sonó con fuerza para ser Secretaria de Estado, pero en uno de sus habituales cambios de humor, Trump la descartó, al sospechar que era un caballo de Troya, uno más, en su administración errática y a la deriva.

Los comentaristas republicanos moderados e incluso los que se autoproclaman neocon como Bret Stephens, columnista del New York Times, han promovido esta aventura en solitario de Haley como un gesto de coraje, un mensaje de alarma u otras encendidas proclamas sobre los peligros que acechan a la democracia americana (6). En realidad, los republicanos no acaban de entender, o no quieren admitir, que no es Trump y sus seguidores quienes amenazan a la democracia. Ellos son síntoma, no causa, de la decadencia del sistema político. Se aprovechan de su fragilidad para sacar provecho propio, personal o de casta.

Durante estos últimos años, los conservadores razonables creían que Trump podría hundirse bajo la trama de sus causas judiciales en permanente aumento. Ya son casi un centenar, de distinta naturaleza, y ha ocurrido todo lo contrario: es más fuerte que nunca. No han entendido, o han tardado en entender, que con cada proceso judicial que se abre en su contra, Trump obtiene más apoyo de esa base social vengativa que lo ve como un agente destructor, sin reparar en las consecuencias. El personaje está crecido y se atreve a decir cosas como “seré un dictador desde el primer día”. Aviso al deep State o establishment, que lo frenó en su primer mandato.

El discurso “político” de Trump es más simple que el asa de un cubo, pero, por eso mismo, eficaz: menos impuestos, más tarifas a las importaciones (sobre todo las de China), barreras sólidas frente a los inmigrantes “que envenenan la sangre americana”, cierre del grifo protector de los aliados exteriores, apoyo a los dictadores amigables con América, etc. Una versión del fascismo siglo XXI, sin bases doctrinales más allá de cuatro simplezas. Justo lo que su base social demanda y lo que interesa a sus protectores poderosos más cínicos.

Después de dos o tres primarias más, Biden y Trump habrán alcanzado el número suficiente de delegados para asegurarse su nominación respectiva. Las Convenciones se convertirán en una fotocopia a la inversa de hace cuatro años, pero en esta ocasión sin pandemia condicionante: se recuperará el espectáculo. El resultado de esta disputa repetida no está decidido, ni mucho menos (7). Pero, pase lo que pase, la democracia americana ha tocado fondo, incluso en sus aspectos formales sobre los que realmente se ha venido sosteniendo en las últimas décadas.

Notas:

(1) ’It never mattered less’: Super Tuesday is looking less than super this year. DAVID SMITH. THE GUARDIAN, 4 de marzo.

(2) Michigan’s Uncommitted campaign is challenging Biden. It could save him again. JOHN NICHOLS. THE NATION, 20 de febrero.

(3) Over 100.000 Michigan primary votes were ‘uncommitted’. What does it mean?. THE WASHINGTON POST, 28 de febrero.

(4) https://www.realclearpolling.com/polls/president/general/2024/trump-vs-biden

(5) How paradoxes of class wil shape the 2024 election. E.J. DIONNE Jr. THE WASHINGTON POST, 3 de marzo.

(6) Nikky Haley’s last ditch. BRET STEPHENS. THE NEW YORK TIMES, 27 de febrero.

(7) Ten thousand people can decide the presidential election. ELAINE KAMARCK. BROOKINGS INSTITUTION, 3 de enero

 

Traducción »