Paul Krugman: No lo olviden, Trump fue una pesadilla

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Uno de los asombrosos logros políticos de los republicanos en este ciclo electoral ha sido su capacidad, al menos hasta ahora, para enviar al agujero de la memoria el último año de Donald Trump en la presidencia. Se supone que los votantes deben recordar la buena economía de enero de 2020, con su combinación de bajo desempleo y baja inflación, y olvidar el año de la peste que le siguió.

Sin embargo, desde el triunfo de Trump en las primarias del Supermartes, el expresidente y sus vicarios intentan llevar a cabo un ejercicio de revisionismo aún más increíble: presentar toda su presidencia —incluso 2020, ese horrible primer año de pandemia— como puro esplendor. El pasado miércoles, la diputada Elise Stefanik, presidenta de la Conferencia Republicana de la Cámara de Representantes, intentó emular a Ronald Reagan: “¿Estáis mejor hoy que hace cuatro años?”. Y el propio Trump, en su discurso de victoria del martes por la noche, reflexionaba con nostalgia sobre su tiempo en el cargo como una época en la que “nuestro país empezaba a converger”.

Así que vamos a dejar las cosas claras: 2020 —el cuarto trimestre, si quieren, de la presidencia de Trump— fue una pesadilla. Y parte de lo que lo convirtió en una pesadilla fue el hecho de que Estados Unidos estuviera dirigido por un hombre que respondió a una crisis mortal con negacionismo, pensamiento mágico y, sobre todo, egoísmo total, centrado en todo momento no en las necesidades de la nación, sino en lo que creía que daría una buena imagen de él.

Antes de llegar ahí, un comentario rápido para Stefanik: cuando Reagan pronunció su famosa frase, Estados Unidos sufría una fastidiosa mezcla de alto desempleo y alta inflación. Marzo de 2024 pinta muy diferente. Aunque Estados Unidos, al igual que otras grandes economías, experimentó un brote de inflación durante la recuperación posterior a la pandemia, la mayoría de los trabajadores han recibido aumentos salariales considerablemente superiores al incremento de los precios. Y el presidente Joe Biden dirige actualmente un extraordinario periodo de “desinflación inmaculada”: una inflación en rápido descenso con un desempleo cercano a su nivel más bajo en 50 años.

Y aunque centrarse en los primeros meses de 2020 no cuenta la historia que los republicanos creen que cuenta, lo que realmente deberíamos estar debatiendo es qué le ocurrió a Estados Unidos cuando llegó el coronavirus. Una vez que supimos que un virus mortal andaba suelto —ahora sabemos que varios funcionarios advirtieron a Trump de la amenaza en enero de 2020—, la respuesta política adecuada estaba clara: hacer todo lo posible para frenar el ritmo de propagación del virus.

A pesar de que un gran número de estadounidenses inevitablemente se contagiarían de covid en algún momento, “aplanar la curva” tenía dos enormes ventajas. En primer lugar, ayudaría a evitar la posibilidad muy real de que un tsunami de contagios desbordara nuestro sistema sanitario. En segundo lugar, se ganaba tiempo para el desarrollo de vacunas eficaces: dado que las vacunas podían reducir en gran medida la mortalidad por covid-19, las muertes demoradas gracias a las medidas de salud pública serían, en muchos casos, muertes evitadas.

¿Qué tipo de medidas públicas eran necesarias? En las primeras fases de la pandemia, cuando los científicos se afanaban en averiguar de qué manera exactamente se propagaba el virus, era necesario adoptar medidas contundentes: imponer el distanciamiento social, para evitar en la medida de lo posible las interacciones de alto riesgo. Estas medidas salieron caras: en abril de 2020, el desempleo se disparó hasta el 14,8%. Pero Estados Unidos es un país rico que podía mitigar el sufrimiento económico con ayudas financieras a los trabajadores y empresas más afectados, y así lo hizo en su mayor parte. Y una vez que los investigadores y los responsables médicos cayeron en la cuenta de que el virus se transmitía por el aire, fue posible limitar los contagios obligando a la gente a utilizar mascarillas, lo cual resultaba molesto, pero en ningún caso suponía un padecimiento enorme.

Y la lógica de aplanar la curva decía que la velocidad era esencial. Cada día que pasábamos dudando sobre si debían tomarse medidas enérgicas para proteger la salud pública significaba que más estadounidenses morían innecesariamente. Por desgracia, en aquel momento, el hombre al mando se dedicó a negar, titubear y posponer prácticamente en cada paso del camino.

Merece la pena leer una cronología de las declaraciones de Trump en plena expansión de la pandemia, que según algunos cálculos ya había provocado alrededor de medio millón de muertes de más cuando dejó el cargo.El 22 de enero, Trump afirmaba: “Lo tenemos totalmente bajo control. Es una persona que viene de China”. El 27 de febrero, aseguraba: “Va a desaparecer. Un día —es como un milagro— desaparecerá”.

El 3 de abril, señalaba: “Lo de las mascarillas va a ser algo totalmente voluntario. Se puede hacer. No es obligatorio. Yo he decidido no hacerlo”. En ese momento, el principal objetivo de las mascarillas no era proteger al que la llevaba puesta, sino a quienes le rodeaban; ¿por qué exponer a otros al riesgo de contraer una enfermedad mortal iba a ser una elección voluntaria? ¿Y por qué no iba a predicar con el ejemplo el presidente, poniéndose una mascarilla?

El 21 de mayo respondió a esa pregunta, admitiendo que se había puesto una mascarilla mientras visitaba una planta de Ford, pero que se la quitó al salir porque “no quería dar a la prensa el placer de verla”. Y hay mucho, mucho más. No cabe duda de que miles de estadounidenses murieron innecesariamente por la dejación de funciones de Trump ante la covid-19. Respondió a la única crisis importante de su presidencia con desvaríos egoístas que denotaban una indiferencia total hacia las vidas de otros estadounidenses en un intento de mejorar su imagen. ¿De verdad se supone que debemos sentir nostalgia por 2020?

Premio Nobel de Economía

 

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