Irónicamente, por demasiado obvia, cursa una realidad públicamente inaprensible. Constantemente diluida entre los dedos, demasiadas veces farragosa, le ha faltado lenguaje: el de la profunda y larga crisis existencial que soportamos.
Hay tanta arrogancia como susceptibilidad en los más visibles elencos del poder que, además, entran en un nuevo ciclo de supervivencia tras arruinar por completo al país. Abusando del bloqueo informativo, la (auto)censura y la criminalización de la política para siquitrillar a sus adversarios, lidian con los grupos atrevidamente competitivos del oficialismo que solemos confundir con los de una abierta disidencia.
Ocurriendo en las más desafiantes anchuras del extranjero, donde prosperan las distintas versiones del reacomodo trastocado en un proceso complejo, acá poco se sabe a mandíbula batida de los tropiezos que confronta el continuismo. Por supuesto, versiones que dependen de los novísimos estratos sociales de la masiva diáspora venezolana que las ventilan, los cuales no reproducen exactamente los ostentados o que dijeron ostentar en el país, presumiendo que los más exigentes y prudentes son los que velan por intereses particularísimos en los paraísos fiscales.
El resto de la humanidad en casa, debe contentarse con los mensajes equívocos, las posturas dudosas, los datos ambiguos, en la búsqueda del eufemismo más apropiado, reservado y blindado el verbo escatológico para la vocería oficial u oficiosa. Algo parecido sucede con la interpretación de los hechos constantes y sonantes en desarrollo, porque complicado y comprometedor, muy raras veces se hace mención del típico y contrastante fenómeno de los paisanos que arriesgan hasta la vida de la propia familia, añadidos los hijos menores, en la travesía por la selva del Darién, nuestra sobrevenida provincia, sin levantar siquiera la voz para protestar en las mismísimas calles de la Venezuela inconforme.
Requerimos de un par de amigos vinculados de un modo u otro al mundo de las encuestas, corroborando la dificultad de los sondeos en una población que sabe de las limitadas libertades de expresión, como de desplazamiento en el territorio nacional: el trabajo de campo resulta después airoso por obra de una técnica habilidosa de interrogación y el cruce no menos habilidoso de la más variada información recogida. Siendo tan costosos los estudios de opinión bajo una dictadura que los ha tenido como herramienta esencial para su prolongación, en todo el presente siglo, únicamente los contratantes las conocen en sus más insospechadas profundidades, añadiendo los secretos del lenguaje empleado en la vida cotidiana, al mismo tiempo que apenas logramos acceder a las interesadas referencias de sus beneficiarios en los portales noticiosos, o al obsequio promocional de un pequeño inventario que las empresas hacen llegar a los potenciales clientes.
Innegable, trastocada en una cultura del silencio a la que le ofrecemos una terca resistencia, estamos literalmente marcados por el ejercicio de un directo e indirecto, pero nada infalible, control social (y digital), inducida al máximo la descomposición de los partidos y toda suerte de gremios. Por ejemplo, en nuestra memoria urbana, tardan demasiado en desaparecer el testimonio de la más brutal violencia que se hizo rutina, cual densa telaraña de un continuo tejido emocional, como lo observamos al costado de un concurrido centro comercial de la ciudad capital.
La intimidación ha llegado lejos, o, acaso, insuficientemente lejos, dándonos aún tiempo para revertirla, remitiéndonos a la evocación de la vieja Checoeslovaquia comunista que hace la madre enferma al reencontrarse ahora con la hija, cuando la policía secreta detuvo a su esposo Tomáš, aprendiendo de la soledad. Y de la peor: “Tener miedo a solas, sin nadie con quien compartirlo”, como refiere Monika Zgustova en una novela de envidiable título: “Nos veíamos mejor en la oscuridad” (2022).