Que entre París y Berlín hay una mala comunicación es algo que ya se admite sin reservas incluso entre las cúpulas del poder en ambas capitales. Las desavenencias provocadas por la guerra de Ucrania es el terreno en el que se escenifican las tensiones. Pero hay factores de fondo que han contribuido a hacer de esta brecha un elemento de preocupación mayor en la estabilidad europea. Apuntamos los siguientes:
El factor estratégico
La geografía determina las opciones estratégicas. Alemania siempre ha mirado de reojo al Este como un polo de inquietud, pero también de oportunidad. Lo primero ha pesado, casi siempre, mucho más que lo segundo. Las guerras han condicionado históricamente la convivencia con Rusia, sea cual sea el régimen político que en cada etapa histórica haya existido allí. Hay un hecho incontrovertible: Alemania nunca le ha ganado una guerra a Rusia. En cambio, en la paz los intereses alemanes han prevalecido. De ahí que en Berlín (o en Bonn, durante la primera guerra fría) siempre haya existido una pulsión de apaciguamiento frente a Moscú. Antes, Hitler quiso aplazar el inevitable enfrentamiento con la Rusia de Stalin con un pacto táctico, no estratégico (1939), un recurso para ganar tiempo y consolidar su dominio de Europa Occidental.
Con el triunfo de la Unión Soviética, Alemania soportó la división del país durante casi medio siglo, un castigo aún más humillante que los anteriores. La parte occidental prosperó y la oriental se estancó. Pero ese triunfo soterrado no sirvió para facilitar el reencuentro. Willy Brandt lo comprendió muy bien cuando lanzó su Ostpolitik (política oriental) a comienzos de los años setenta. La iniciativa causó preocupación en Washington, no tanto por oponerse a una distensión que compartía, sino por el riesgo de perder el control del proceso. También en París hubo ciertas renuencias. De Gaulle y sus herederos siempre mantuvieron un cauce de cooperación abierto con Moscú, pero desconfiaban de las aperturas alemanas.
Con la crisis del sistema soviético, las tensiones franco-germanas afloraron de nuevo. Una Alemania unida y fuerte despertó los fantasmas de tres guerras devastadoras para Francia. El entonces canciller Kohl fue el principal valedor de Gorbachov y ejerció de agente conseguidor de fondos para una Unión Soviética que se deshacía a ojos vista. El compromiso reiterado de Alemania con la paz y la integración europea no pareció antídoto suficiente para conjurar la visión de una Europa oriental alemanizada por el peso económico de la nueva potencia política y territorial. La actuación de Alemania en las guerras yugoslavas, percibida inicialmente en París como dinamitadora, contribuyó a acrecentar esos temores.
Tras el fracaso del ensayo democratizador en la nueva Rusia, en gran parte provocado por un capitalismo de rapiña alentado desde Occidente, Alemania siguió cultivando unas relaciones muy estrechas con Moscú, para impedir una deriva indeseable en el Kremlin. Hasta que las sucesivas crisis de Ucrania han dado al traste con ese proyecto estratégico.
En Francia, también ha interesado siempre un modelo de relación autónoma con Moscú, en colaboración o no con Alemania o con Estados Unidos, pero en modo alguno subordinado. El nacionalismo gaullista ha pervivido, tanto en la derecha como en la izquierda. De alguna forma, las élites francesas han tratado de evitar que, ni en la cooperación, ni en la confrontación, París jugara un papel de segundo orden en las relaciones con el Kremlin.
De ahí que Macron (más papista que el Papa: más gaullista que el General), intentará un arriesgado juego de mediación con Putin tras la fantasmal intervención en Crimea y la más evidente en el Donbas, en 2014; y, ocho años después, cuando se consumó la invasión de Ucrania. Se ha especulado mucho sobre las verdaderas intenciones de aquel viaje del presidente francés a Moscú. Macron es cualquier cosa menos ingenuo. Al cabo, quizás se trató de la inevitable necesidad del Eliseo de dejar su impronta.
Ahora que cualquier conciliación con Moscú se antoja lejana, Macron se pone a la cabeza de los halcones y pretende hacer olvidar que alguna vez quiso parecer paloma, al apuntar que, aunque no hay consenso aliado, no se puede descartar el envío de soldados a Ucrania, para evitar un triunfo militar de Rusia. De todos los gambitos de Macron, este ha sido el más o uno de los más arriesgados. Y el que más irritación ha provocado al otro lado del Rhin (1).
Desde febrero de 2022, Alemania ha enterrado las distintas derivadas de la Ostpolitik, y le ha tocado hacerlo a un canciller socialdemócrata, quizás el más gris y menos dotado para un liderazgo de altos vuelos. Olaf Scholz anunció el zeitenwende (traducible como ‘cambio de era, o de tiempo). Medio siglo de acercamiento a Rusia se ponía en cuestión. La ecuación económica (materias primas energéticas a cambio de maquinarias y bienes de equipo) en las relaciones bilaterales se disolvía bajo el peso de las sanciones occidentales contra Moscú. Más aún, la Alemania pacifista post-hitleriana se comprometía a un esfuerzo militar de 100.000 millones de dólares (para empezar) con los que rejuvenecer, reforzar y ampliar el aparato militar alemán.
Pero en todo hay un límite, o una línea roja. Alemania no ha sido tímida con Putin, a pesar de ser el país europeo más perjudicado por los embargos, las limitaciones y condicionantes en el consumo de petróleo y gas rusos. La guerra económica se aceptó como inevitable en Berlín. Pero a partir de aquí se ha ido con pies de plomo, en particular en el suministro de armamento a Ucrania. Aún así, Alemania es, después de Estados Unidos, el mayor contribuidor neto en los arsenales de Kiev (2). Que no se olvide.
Francia también ha tomado sus precauciones en la presión al Kremlin, igual que EE.UU, pese a la retórica y la propaganda de guerra fría imperante desde hace dos años. Por eso, la última provocación de Macron ha molestado tanto en Berlín. Además, como suele habitual en sus alardes, el presidente francés añadió el insulto a la injuria, al sugerir que la delicada fragilidad de Ucrania exigía más “coraje” y menos timidez de los aliados (3).
Scholz le replicó con discreción diplomática y burocrática, sin salidas de tono, recordando que las decisiones de la OTAN descartaban boots on the ground (envío de tropas a Ucrania). Pero su ministro de Defensa, Pistorius, no se resistió a devolverle el guante y afearle esa nueva lección de moralidad. Los ministros de Exteriores de ambos países trataron de diplomatizar la crisis días después, pero no se arriesgaron a celebrar una conferencia de prensa conjunta para no evidenciar que la herida política entre Berlín y París seguía abierta. La filtración de una reunión de altos mandos militares alemanes, espiada por agentes rusos, enturbió aún más el clima (4).
Otro elemento invariable desde la guerra fría: Berlín puede apoyar el proyecto de defensa autónoma europea, pero nunca lo ha dejado de considerar como subordinado a la OTAN. El paraguas nuclear americano es intocable, entonces y ahora. Y ni siquiera una eventual (y sólo especulativa, por ahora) disponibilidad estratégica del arsenal nuclear francés son capaces de modificar ese axioma (5).
Factores políticos
Aparte de las consideraciones estratégicas, en ésta última crisis también han pesado los factores políticos internos. Macron afronta las elecciones europeas con la aprensión de un triunfo, inevitable según parece. del ultraderechista Rassemblement National. En su día, se le consideraba un partido prorruso e incluso con financiación generosa del Kremlin. En los últimos años, la presidenta del Partido ha intentado alejarse del Kremlin, pero no lo ha conseguido del todo. Y Macron quiere explotar esa supuesta vulnerabilidad de una mujer a la que ha derrotado dos veces en las elecciones presidenciales, pero que parece destinada a ocupar el Eliseo en 2027, si este año tiene unos resultados exitosos en las europeas.
En el debate parlamentario de esta semana sobre el acuerdo bilateral de seguridad con Kiev, Marine Le Pen ordenó la abstención. Dejó claro que apoya la resistencia ucraniana, para que no haya dudas sobre su cambio de actitud con Rusia. Pero vio en la iniciativa del partido del Presidente una clara intención electoralista. En la izquierda se evidenciaron las divisiones: insumisos y comunistas votaron en contra, socialistas y ecologistas, a favor, pero estos últimos rechazaron la sugerencia del envío de tropas.
Scholz también afronta el desafío de la ultraderecha, con elecciones este otoño que podrían consolidar el dominio de la AfD (Alternativa por Alemania) en los länder orientales. Este partido ha conquistado a los ciudadanos que no tienen un recuerdo tan negativo de la RDA, pero en su auge también ha mordido en la base socialdemócrata. El canciller no quiere aparecer demasiado hostil ante un electorado que no participa del discurso antirruso.
Factores institucionales
En este desencuentro París-Bonn, como en otros anteriores, la estructura de los respectivos sistemas políticos también ejerce una influencia perturbadores. El sistema político francés es presidencialista; el alemán es parlamentario.
En Francia, el Presidente ejerce una atribución exclusiva y personal en la política exterior. No necesita ni siquiera de su propia mayoría (en este caso, de la minoría que lo apoya) para formular sus propuestas internacionales. En Alemania, por el contrario, el Canciller tiene que pactar la política exterior con sus socios de coalición, e incluso, en las raras veces que ha habido un gobierno monocolor mayoritario, el Bundestag ha ejercido una influencia considerable.
Factores personales
Finalmente, el estilo personal tampoco es desdeñable. Suele ser habitual que en el Eliseo y en la Cancillería no habiten caracteres afines. El Presidente francés está condicionado por el aurea de un sistema político que descansa sobre una figura engrandecida y exige un liderazgo real, pero también efectista. Que lo sea y que lo parezca. El Canciller, en cambio, es una suerte de primus inter pares, por destacado que sea. Por eso, desde 1945, la estatura personal de los líderes alemanes ha estado siempre encuadrada en unas estructuras firmes que evitan el hiperliderazgo. Es el escarmiento del Jefe (Führer).
Esa limitación (histórica y política) se refuerza, a veces, con el estilo puramente personal. En la actualidad, la brecha es quizás la más amplia de los últimos ochenta años. Un Presidente francés al que le gusta hablar y un Canciller que es, quizás, el más discreto desde la posguerra.
De Gaulle y Adenauer cultivaron poco la relación personal, pero tampoco se lo propusieron. Pompidou y Brandt nunca se entendieron especialmente bien, aunque el alemán se cuidó mucho de que su creciente popularidad no irritara en París… hasta que el escándalo Guillaume acabó con su carrera. Giscard y Schmidt confirieron a su cooperación un carácter técnico, obligados por la crisis del petróleo tras las guerras de Oriente Medio. Mitterrand y Kohl elevaron el tono de la relación bilateral, pero no siempre ajustaron la dinámica personal. El alemán fue el canciller más longevo de la posguerra y también el más mediático, pero el francés nunca renunció, antes al contrario, a la solemnidad con que se ejercía el cargo. Merkel minimizó a Sarkozy (y luego a Hollande), pero no por remarcar sus cualidades personales, sino por ponerlas al servicio del indiscutible liderazgo económico alemán en la Europa de la posguerra fría. Macron quiso acabar con esa inferioridad francesa, a duras penas. No está claro que lo consiguiera frente a una Merkel en retirada, pero cree tenerlo más fácil con el gris Scholz.
Notas
(1) France-Allemagne, un tándem secoué par l’épreuve de la guerre en Ukraine. PHILIPPE RICHARD & THOMAS WIEDER. LE MONDE, 9 de marzo.
(2) German Chancellor pledges to boost [ammunition] production for Ukraine. DER SPIEGEL, 5 de febrero (versión en inglés).
(3) “Le débat sur l’envoi de soldats en Ukraine révèle les profondes differences de vision de la guerre parmi les allies. LE MONDE, 6 de marzo.
(4) Now It’s Germany’s turn to frustrate Allies over Ukraine. THE NEW YORK TIMES, 4 de marzo.
(5) Dans cette nouvelle ère où l’affrontement a remplacé la cooperation, la question de la dissuasion nucleaire reprend tout son sens. SYLVIE KAUFFMANN. LE MONDE, 7 de febrero.