Mi persona entiende poco de pintura y música. Menos aún de mover piezas de ajedrez, ni es afín a las matemáticas. Solamente realiza algo con ardor: escribir, adormilarse en la siesta, y el perenne sortilegio de la querencia. Prosaico esto último, pero como toda acción humana, por muy insignificante que sea, es una parte de nuestro yo interior. Otros juegan en distintos campos, participan en política con fogosidad y siguen vivos.
Lo de escribir es un decir. Relleno cuartillas, pero de ahí a la sutileza de expresar un sentimiento, o hilvanar las palabras para formar un conjunto de matices que reflejen un acontecimiento concreto, hay un abismo.
Lo sé con certeza: si de las miles de palabras escritas se salva un puñado de ellas, posiblemente sean demasiadas; no obstante, se materializó a lo largo de la existencia un anhelo interior digno y misterioso. Lo demás es olvido sobre un campo de sombras.
Uno sabe que solamente una obra de arte puede alcanzar a expresar lo que es el propio arte, pero, ¿es eso en sí mismo genialidad?
En uno de los ensayos de George Steiner, el llamado “Muerte de reyes”, se lee: “Existen tres campos intelectuales; y por lo que sé, solamente tres donde los hombres realizaron importante hazañas antes de la pubertad. Estos son: música, matemáticas y ajedrez”.
Y cuenta cómo Mozart compuso música de calidad antes de los ocho años; Kart Friedrich Gauss hacía cálculos complejos y apenas tenía diez años, mientras a los 12, allá en Nueva Orleáns, Paul Morphy vencía a los mejores contrincantes en ajedrez.
Ninguno de esos niños dotados sabía con claridad lo que hacía, era simple energía mental unida con fines determinados. Algunos la siguen conservando en la pubertad, pero con el paso del tiempo la técnica, el estudio y la sensibilidad, los van envolviendo de creatividad; con todo, la música, las matemáticas y el ajedrez, son trances dinámicos y localizables. Computadoras con sangre propia.
La pintura es otra dicha, un arrebato en donde la creación humana converge en un mismo punto, igual al Aleph de Jorge Luis Borges, o los castillos y metamorfosis de Kafka.
Pintar, como vivir, es un ramalazo del espíritu.
Hay existencias – la mayoría – envueltas en correveidiles perturbados, vientos huracanados, y en medio, a manera del rayo que no cesa, nace, brota, o explota, la luz más cegadora del espíritu humano, esa fuerza incomprensible que únicamente creyendo en un ser superior sobre nuestro espíritu, podría comprender ese destello excelso entre el arcano de la vida y la muerte.
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