El grave déficit de ciudadanía que vivimos se debe a la ausencia generalizada de auténticas personas. Por ello, si queremos tener ciudadanos honestos, responsables y solidarios, debemos formar verdaderas personas. Llegar a ser persona exige coraje para conocerse a fondo, aceptarse, quererse y buscar la propia plenitud, es decir, el desarrollo de las potencialidades, físicas, emocionales, creativas, sociales y espirituales. Se trata de alcanzar la autonomía más que la autosuficiencia, que es lo que nos propone la cultura dominante. La autonomía supone que la persona es capaz de gobernarse a sí misma, ejerciendo sus derechos y asumiendo sus responsabilidades. Autonomía para vivir libre y responsablemente; para saber decidir y elegir y no permitir que otros elijan por mí ni me vivan la vida. Autonomía para vivir con los otros y para los otros pues nadie se construye a sí mismo solo y no es posible la plenitud de espaldas a los demás. Todo lo que somos, empezando por la vida, lo hemos recibido de otros. Somos gracias a los otros. De ahí la necesidad de ver al otro distinto a mí como un regalo con el que convivo y que me engrandece.
La vida es un don, pero también una tarea y debería ser una aventura apasionante. Nos dieron la vida, pero no nos la dieron hecha. Los seres humanos estamos llamados a renovarnos y crecer constantemente. La persona es siempre querer ir a más. Por ello, no somos sólo lo que somos, sino lo que podemos llegar a ser. Vivir es hacerse, construirse, inventarse, llegar a ser la persona plena que uno está llamado a ser. El filósofo francés Roger Garuad decía que lo más terrible que le puede pasar a una persona es “sentirse acabada”, no entender que siempre tiene la posibilidad de reinventarse, de mejorar, de vivir más profunda y plenamente, pero también de echarse a perder. Todos podemos dirigir la vida hacia la superficialidad o la profundidad, hacia la paz o la desesperanza, hacia la cumbre o el abismo, hacia el egoísmo o el servicio, hacia la felicidad o el sufrimiento.
Lamentablemente, hoy son pocos los que se plantean cómo vivir y son menos los que saben hacerlo. La mayoría vive su vida rutinariamente, camina por la vida sin saber a dónde va, sin el valor de detenerse a plantearse con seriedad el sentido de su vida. Andan por la vida sin norte, sin atreverse a tomar las riendas de su existencia, sin asumir en serio que son ellos los responsables de sus vidas, sin entender que el fracaso o el éxito no dependen de agentes externos, sino de sus propias decisiones. Son seres masificados, incapaces de pensar o decidir por sí mismos, manejados por propagandas, costumbres y rumores. Hacen lo que todo el mundo hace o lo que les dicen que hay que hacer.
Para evitar el encuentro con nosotros mismos que posibilitaría el plantearnos y respondernos las preguntas esenciales sobre el sentido de la vida, hemos creado la cultura del ruido, de la prisa, y de la apariencia de comunicación. Vivimos acelerados, hundidos siempre en el ajetreo y el bullicio, pendientes de la última información, incapaces de estar a solas y en silencio. Nos la pasamos huyendo de nosotros mismos.
Lo más grave es que ni escuelas ni universidades enseñan a vivir, ni a crear la propia vida. La expresión tan repetida de “educación para la vida”, suele significar, una educación útil, que capacite para el trabajo, pero no una educación que enseñe a vivir con autenticidad, con proyecto, con pasión.
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