En Una súplica para Eros, ensayo que Siri Hustvedt publica por primera vez en 1997, la autora sondea los límites de un debate que hoy está especialmente vigente. Escribe: “El feminismo norteamericano siempre ha tenido una rama puritana, una ceguera impuesta a la verdad erótica”. Y: “La libertad sexual y el erotismo no son idénticos; de hecho, la libertad puede minar lo erótico, porque el que no haya barreras es excitante solo si acabas de derribar la puerta”.
Dos preguntas enredadas en una: ¿qué posición ocupa el deseo en los discursos feministas, cuál debería ocupar? ¿Qué hacer con la tensión entre la voluntad de crear un marco sexual libre de violencia y, al mismo tiempo, la voluntad de mantener ese marco libre de restricciones que coarten el flujo incontrolable, a menudo incomprensible, del deseo?
Lo que Hustvedt pretendía con su súplica a Eros —”una súplica para que no olvidemos la ambigüedad y el misterio, para que en los asuntos del corazón reconozcamos una incertidumbre infinita”— no era tanto ofrecer una solución, ni clausurar con éxito el objeto de sus conjeturas —qué hacer con el deseo—, sino esbozar un cambio de dirección en la tendencia moralista que impulsaba y sigue impulsando el debate sobre la sexualidad.
En El sentido de consentir, la filósofa Clara Serra aborda con aplomo algunas de las encrucijadas o aristas que bifurcan o deforman actualmente el debate sobre el consentimiento. Casi 30 años median entre el ensayo de Serra y la súplica erótica de Hustvedt y leerlos juntos tiene algo de analepsis, relapso, déjà vu.
Serra traza un recorrido por la “americanización del sexo” —paradigma importado de la tradición estadounidense y cada vez más extendido en el marco español— y se sirve de algunos ejemplos que ya expuso Hustvedt en 1997 para ilustrar el auge del punitivismo en determinadas corrientes feministas. Por ejemplo, la normativa contra los delitos sexuales que el Antioch College adoptó en 1991, según la cual se consideraba agresión cualquier intercambio sexual que no contara con una afirmación verbal, explícita y recurrente, “en todas y cada una de las actividades del encuentro sexual”.
Atrapado entre dos polos opuestos —violencia o libertad, perversión o transparencia— el sexo cae en una derivada cada vez más protectora. Al imponer la violencia sexual como principal hipótesis del sexo, la agresión se convierte en el lenguaje de lo erótico. Así visto, parece que el propósito del sexo sea evitar el dolor, en lugar de explorar el placer. Puesto que explorar implica, forzosamente, adentrarse en terrenos desconocidos —esa es la gracia, descubrir es el propósito—, es imposible garantizar qué se encontrará a medida que se avance: la incertidumbre, el misterio, la ambigüedad y la exposición al otro son constante.
No hablo solo de la exposición a otra persona, sino también a la otredad que habita en nosotros mismos. En el sexo descubrimos cosas que no sabíamos que queríamos, tal vez aprendamos que nos gusta algo sin que sepamos explicar por qué, tal vez descubramos que hay cosas que nos gusta imaginar pero no poner en práctica, tal vez probemos algo y nos demos cuenta de que sí, efectivamente, nos gusta, pero, a la vez, o más tarde, nos haga sentir mal y acabemos decidiendo que no queremos volver a hacerlo: en el terreno sexual inventamos nuevas lindes entre el deseo y la voluntad, entre la curiosidad y la ética, la fantasía y lo real; lindes que no están necesariamente opuestas ni son excluyentes, sino que adoptan nuevas formas continuamente y cambian según el momento, contexto, ánimo.
Al mencionar la normativa del Antioch College, Hustvedt recuerda la respuesta que un filósofo amigo suyo le dio a una mujer cuando esta, tras una conferencia, le preguntó con ánimo beligerante qué opinaba sobre la regulación institucional de la sexualidad. En lugar de tomar posición dentro de los marcos que la mujer impuso —a favor o en contra—, el amigo de Hustvedt planteó una tercera vía: “Me encanta”, respondió. “Imagínese las posibilidades eróticas: ‘¿Puedo tocarle el pecho derecho?’, ‘¿puedo tocarle el pecho izquierdo?”. Le dio la vuelta al escenario.
El reto es —lo era ya hace 30 años— lograr que la emancipación sexual por la que aboga el feminismo no se centre únicamente en erradicar la violencia, sino en reivindicar el placer. Reivindicar el valor emancipador de la curiosidad, del no saber, del encontrarnos un poco perdidos, desamparados, vulnerables. Idealmente, la emancipación sexual no debería tener tanto que ver con la “protección” de las mujeres —juzgadas de antemano como desvalidas, inferiores y obligadas a participar en un acto que está siempre viciado por la violencia— como con nuestra libertad para exponernos a la intriga y al goce, a las ansias de experimentar y a la extrañeza que tal vez sintamos y que tal vez nos guste, o tal vez no, pero que en cualquier caso nos afirme como seres capaces de explorar. Y de descubrir.