En cada hoja he insistido que, aunque descuella, el árbol electoral no puede impedirnos ver el bosque de la complejidad política donde está plantado; tampoco al revés. Hemos acusado a la empobrecida cultura electoralista y pragmática de no haberse percatado de las grandes posibilidades y también de los grandes riesgos, si no hay una visión política y estratégica.
Estas elecciones, más que ninguna, no son una competencia hípica o deportiva. Son una confrontación, una lucha estratégica entre dos maneras de concebir y conducir a Venezuela. Hacia la muerte definitiva como nación,o la resurrección libertaria y próspera.
Uno de los sentidos más dañosos, que nuestra cultura política reprodujo, es hacernos creer que, lo que no es electoral, sólo puede tener como contrapartida la violencia. Esto opera como chantaje para obligar a los adversarios a aceptar condiciones desventajosas y, por otro lado, para ocultar y cerrar las opciones democráticas que ofrece nuestra Constitución Nacional.
El país acudió al encuentro de la comprensión de los orígenes de su desgracia y también de la convicción de que era posible cambiar.
Tal determinación no abre espacios para la abstención y mucho menos para la violencia.