José Rafael Herrera: Del Ricorso (A propósito de la ley antifascista de los fascistas)

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Señala Giambattista Vico, en la Ciencia Nueva, que la historia de la humanidad no transita en línea recta, de menor a mayor, sino que, más bien, se desplaza en ciclos espirales, ciclos en los cuales, dentro de ciertas y determinadas circunstancias, se avanza o se retrocede. A esos momentos de avance Vico los llama corsi, y a los de retroceso ricorsi. El muy intenso y extenso ADN de la “naturaleza común de las naciones”, como el genial filósofo italiano seguramente hubiese denominado a la historia -de haber conocido esa asombrosa complejidad de la estructura molecular-, presenta ciertas características en las cuales bien vale la pena detenerse, especialmente a la hora de comprender el risorgimento de algunos fenómenos sociales, políticos e ideológicos, remotos y oscuros, que parecían haber quedado sepultados para siempre, como en el caso del fascismo.

Como resultado de sus minuciosas investigaciones, Vico sostiene que dos épocas o períodos históricos distintos pueden, sin embargo, presentar similitudes generales. Dichos períodos históricos son análogos, aunque con importantes diferencias, e incluso, pudieran llegar a sucederse en el mismo orden. De hecho, a un período “heroico” lo sigue un período “clásico” y a éste un período de “decadencia” o “estado de barbarie”. Pero Vico insiste: es necesario descartar la rigidez en el análisis. La historia no se repite mecánicamente. Sus etapas son paralelas, pero no sincrónicas. No se trata, pues, de una rotación de fases idénticas. El modelo histórico viquiano dista de la repetitiva monotonía, tanto como de la irrepetible linealidad que ofrecen las versiones positivistas de la historia. Le interesa, más bien, la novedad, a pesar de que siempre se encontrarán inevitables coincidencias. Así, la barbarie de los tiempos paganos es tan barbárica como la del medioevo, pero la diferencia consiste en que esta última se produce a la sombra de la cultura cristiana. De modo que en el proceso histórico siempre se generan sorpresas, o como dice Vico, “novedades”. De ahí que no sea posible “adivinar” o “prever” la próxima estación del «tren» de la historia.

En el pasado reciente, el mundo fue testigo de una nueva edición de la “oscura noche de la barbarie”. Ya no se trataba de la barbarie pagana ni de la medieval. Fue una barbarie tan tenebrosa y siniestra como las anteriores, pero, efectivamente, con características propias, a pesar de sus continuos reclamos como heredera legítima de los tiempos “heroicos”. La humanidad entera la conoció bajo el nombre de fascismo. Un nombre que, por cierto, tuvo el premeditado propósito de presentarse como la reminiscencia de las “gloriosas falanges”, descritas en la épica antigua, o como las fasces, el símbolo de “la autoridad” y “la fuerza” en la Roma antigua: “separados somos débiles, pero unidos somos invencibles”, dicen los fasci. Y no se diga de la “superioridad” de la “raza aria”, como el “auténtico origen” de todos los pueblos indoeuropeos.

En realidad, todas estas ideologías, propias de la barbarie ritornata, tienen, por lo menos, dos características comunes: son excluyentes y sustentan dicha exclusión en la violencia. Su “lógica” es la de una “unidad popular” que deja fuera todo aquello que no se le parece, aquello que percibe como no perteneciente a dicha unidad. En otros términos, se trata no de la unidad, sino de la uniformización de las relaciones sociales, de la negación misma de la diferencia, de la diversidad: de toda forma posible de disidencia. Y, por eso mismo, se trata de la negación de la democracia y de la libertad. No hay cosa que más le guste a un pre-fascista, a un fascista o a un post-fascista que un uniforme, negro, gris, verde oliva o “rojo rojito”. Da lo mismo. Pero eso no es suficiente, porque la verdadera uniformización se instala en la conciencia que transforma a los ciudadanos en rebaños, en “el pueblo”, en “la masa”. Mismas necesidades y criterios, mismos gustos, misma dinámica. En fin, la misma cola, con independencia de si se hace para adquirir pañales, pollos, baterías o gasolina. Llegado el punto, los enemigos a ultranza de la privatización terminan apoderándose del Estado, hasta convertirlo en “su” propiedad privada. El Estado es de “ellos” y -en nombre de “la patria”- en él no cabe más nadie. Extraño criterio el de esta representación de la unidad. Porque, que se sepa, una “unidad” que excluye de sí aquellas partes que considera “no unitarias” no es una unidad, sino una parte. Tanto en los ciclos históricos precedentes como en los más recientes, el haber desplazado la política hacia el crimen organizado ha sido una de las características sustanciales de todo régimen fascista.

En cuanto a la violencia se refiere, bastará con citar la siguiente frase del discurso con el cual Primo de Rivera funda, en el teatro de La Comedia de Madrid, la Falange: “Si nuestros objetivos han de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia… está la dialéctica como primer instrumento de comunicación, pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la patria”. Como podrá observar el lector, sólo ellos custodian la patria, porque ellos son la patria en tanto que administran la violencia. Expropiaron “la franquicia”. El resto de la sociedad, por más mayoritaria que pueda ser, es calificada como “apátrida” y debe, por tanto, ser excluida.

L’Etat c’est moi, diría el gran promotor de la era gansteril venezolana. En todo caso, las cosas han variado un poco desde entonces: el Estado es de ellos, del gansterato. Es posible que, como dice Vico, no se pueda hablar de momentos históricos que se repitan fielmente. Lo cual no obsta para poder constatar evidentes analogías entre determinaciones históricas específicas. Decía Marx, siguiendo a Hegel, que la historia se repetía dos veces. Pero a Hegel -añade Marx- se le había olvidado agregar que la primera vez la historia es una tragedia, mientras que la segunda es una comedia. De ser así, la Venezuela de hoy padece de los embates de la más mediocre -pero no por ello menos aterradora- de las farsas fascistas. Dice un adagio popular que los cachicamos suelen decirle “conchúos” a los morrocoyes. No se trata de la ya insostenible representación de la Derecha o de la Izquierda. Ni se trata de si el uniforme es pardo o rojo: es una cuestión de interpretación -una determinada manera de concebir- el ser social, en la que, a los efectos de la tragedia histórica, Mussolini, Hitler y Franco terminan identificándose con Stalin, Mao-Tse-tung y Castro, y en la que, a los efectos de esta triste comedia de la peor categoría y escaso valor, Díaz-Canel, Ortega y Maduro interpretan la escena principal de esta decadente -y triste- espiral del ricorso latinoamericano.

@jrherreraucv

 

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