Esperar a que el Congreso estadounidense apruebe un paquete de ayuda a Ucrania se asemeja a esperar a Godot. En una visita reciente a Washington, me reuní con funcionarios de la administración de Joe Biden, senadores republicanos, miembros de la cámara de representantes y varios expertos de centros de estudios e investigación (think tanks). Todos me aseguraron que la aprobación era solo cuestión de tiempo. Algunos especulaban que el presidente de la Cámara de Representantes Mike Johnson podría dividir el paquete de 95.000 millones de dólares para Ucrania e Israel en partes iguales, mientras otros esperaban que se aprobara entero. La mayoría de las predicciones apuntaban a abril o mayo.
Estas afirmaciones tendrían más peso si en noviembre, diciembre, enero y febrero no se hubieran hecho también promesas similares. Para agravar la incertidumbre, la congresista republicana Marjorie Taylor Greene ha presentado otra moción más para dejar vacante el puesto de presidente de la cámara, potencialmente conduciendo al despido de Johnson apenas seis meses después de su predecesor, Kevin McCarthy, viviera la misma situación. Las luchas internas entre republicanos podrían paralizar el sistema político de Estados Unidos, ya debilitado por las divisiones partidistas.
Y todo esto, bajo un presidente internacionalista gustoso de apoyar a Ucrania. Solo cabe imaginar lo que podría ocurrir si el ex Presidente estadounidense Donald Trump gana las presidenciales de noviembre. En sus últimos discursos, como la diatriba de 90 minutos en la Conferencia de Acción Política Conservadora celebrada en febrero, ha puesto énfasis en su deseo de represalias contra las personas, países e instituciones que siente que lo han decepcionado. Los miembros europeos de la OTAN parecen estar en los primeros lugares de la lista, lo cual no augura buenas cosas para la seguridad europea.
El deseo de Trump de retirar el apoyo estadounidense a Ucrania va más allá de su aversión a los conflictos bélicos prolongados. Está convencido de que el Presidente ucraniano Volodimir Zelenski es uno de los responsables directos de su primer proceso de impugnación política y que varios expertos estadounidenses sobre Rusia, incluso los que colaboraron con él, son cómplices de esa debacle. Su posición frente a la OTAN también está marcada por el resentimiento personal, como se evidencia en su amenaza reciente de permitir que Rusia “haga lo que le dé la gana” con los países miembros “delincuentes”.
En estos últimos tres años, en preparación para un segundo mandato de Trump, un sofisticado ecosistema ideológico ha procurado transformar sus inquinas personales en medidas políticas factibles. El concepto de una “OTAN latente” del Centro para la Renovación de Estados Unidos (Center for Renewing America), por el cual los estadounidenses mantendrían sobre Europa un paraguas nuclear pero retirarían del continente sus tropas terrestres, es un buen ejemplo.
Es verdad que Trump no es el primer presidente estadounidense en criticar a sus aliados europeos por no aportar suficientemente a la alianza. Pero la propuesta de una “OTAN latente” va más allá de “compartir la carga” para promover una nueva política de “cambiar la carga”, es decir, transferir la responsabilidad desde Estados Unidos a sus aliados en Europa. Según este plan, un general europeo se convertiría en Comandante Supremo de los Aliados en Europa (Saceur), mientras que Estados Unidos se comprometería a impedir la ampliación de la OTAN y sus fuerzas militares pasarían a enfocarse en China.
A pesar de que existe una posibilidad real de que Trump salga victorioso, los gobiernos europeos han sido lentos a la hora de reconocer las ominosas implicancias de este plan potencial. Y ahora, con Ucrania en dificultades para defenderse a sí misma, los problemas de lograr que el Congreso apruebe una ley de financiación complementaria han hecho que las autoridades estadounidenses se hayan visto obligadas a enfrentar la realidad. En Washington muchos se sienten frustrados con los ucranianos, especialmente con que Zelensky no haya adoptado una táctica defensiva que reemplace a su actual enfoque ofensivo y que siga siendo reticente a reclutar hombres menores de 27 años.
Las autoridades estadounidenses también parecen estar desorientadas por las divisiones que existen al interior de Europa. La cumbre del Consejo Europeo puso en evidencia las contradicciones del enfoque de la Unión Europea. A medida que los gobiernos europeos finalmente encuentren una actitud de seriedad sobre su defensa y cómo financiarla, persisten las riñas pequeñas -particularmente entre Francia y Alemania-, y sus líderes muestran una desconcertante falta de urgencia.
En los próximos seis meses, los países europeos deben encontrar maneras de asegurar municiones esenciales y reforzar la financiación de sus presupuestos de defensa. También deben diseñar un plan para fortalecer la posición de Ucrania, porque resulta improbable que el Presidente ruso Vladimir Putin esté dispuesto a negociar si cree que Ucrania está a punto de ser derrotada y que los actores occidentales que la apoyan están perdiendo determinación. Si los europeos promueven un alto al fuego hoy, en la práctica se estarán disparando a los pies.
Con esto como trasfondo, muchos creen que las elecciones europeas de junio puedan catalizar un cambio global hacia la extrema derecha. Pero un informe reciente del Consejo Europeo sobre Asuntos Exteriores sugiere que, si bien los partidos de extrema derecha están subiendo en las encuestas en todo el continente, esta tendencia no necesariamente anuncia el surgimiento de un movimiento trumpista global. Incluso en Hungría apenas un 28% de los encuestados señaló que simpatizaría con un segundo mandato de Trump.
El argumento más convincente que los partidos europeos tradicionales pueden plantear en los preparativos para las elecciones es la urgente necesidad de una UE con orientación geopolítica. Con independencia del destino del paquete de ayuda estadounidense, el futuro de los europeos debería estar determinado por sus propios procesos electorales y políticos y no por las dinámicas electorales de Estados Unidos. Es la única manera de impedir que el actual teatro del absurdo político europeo se convierta en tragedia.