Rafael Fauquié: Educación para vivir y convivir

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Recuerdo un poema de W.A. Auden donde el poeta alude a esos seres que “… han olvidado como decir Yo Soy”. Acaso, por sobre todo, de eso trate la educación: de enseñar a otros seres humanos a decir “yo soy”; de enseñarles a entenderse y a construirse a partir de un “yo soy” fundamental del cual deberá partir todo lo demás.

Individualmente somos. Individuales son nuestras convicciones y creencias, nuestros sentimientos y esperanzas, nuestros miedos y sospechas. Individualmente vamos construyéndonos en un presente desde el cual evocamos un pasado y visualizamos un porvenir. Individualmente aprendemos a ocupar espacios donde ser, donde actuar, donde hacer. Sin embargo, conscientes de nuestra singularidad, no podríamos dejar de ser igualmente conscientes de nuestra dependencia de otros, de nuestro destino de ser y de hacer junto a ellos.

Vivir y educarnos, vivir para educarnos, para formar nuestra inteligencia tanto como nuestra sensibilidad y  apoyar nuestro crecimiento humano tanto en lo intelectual como en lo emocional. En algunos de sus escritos, el ensayista, poeta y maestro Paul Valéry alertó en contra de toda forma de educación distanciada del interés del educador por la formación espiritual del estudiante. Su postulado era simple: la espiritualidad ha de ser educada. Inteligencia y sensibilidad nunca podrían dejar de relacionarse. Cito sus palabras: “La sensibilidad del hombre moderno se haya comprometida… y si el porvenir parece prometer a esta sensibilidad un trato cada vez más severo, concluiremos que la inteligencia sufrirá igualmente con esa alteración de la sensibilidad”. La idea de Valéry es clara: la educación deberá aproximar inteligencia y sensibilidad. Disminuir ésta condena aquélla a “hacerse cada vez más obtusa”. Se trata de relacionar lo intelectual con lo emocional, de entender que nuestra comunicación con el mundo y con nosotros mismos pasa siempre por el desarrollo de nuestra inteligencia y el dominio de nuestras emociones. De muchas maneras, Valéry se adelantó a su tiempo en algo que, hoy día, nadie podría dejar de reconocer: si no es acompañada por una necesaria madurez emocional y una cultivada sensibilidad, la inteligencia sola es insuficiente para definir una certera relación entre el ser humano y el universo.

Por su parte el pedagogo y filósofo norteamericano John Dewey, sostuvo a todo lo largo de sus muchos trabajos sobre el tema educativo que jamás podría dejar de concebirse la educación apartada de una esencial “finalidad”: ayudar a seres humanos a vivir consigo mismos y a convivir con otros. Para Dewey la noción de singularidad individual en modo alguno contradice la necesaria dependencia de la persona ante lo colectivo. Sobre el tema de la educación como fortalecimiento de la condición social del individuo, Dewey escribe su obra más conocida: Democracia y educación. En ella plantea que, mucho más que una forma de gobierno, la democracia es una opción de vida: de hecho, la única capaz de permitir la verdadera convivencia entre los hombres. La democracia no ofrece la felicidad: proporciona la posibilidad de construirla. No se rige por dogmas ni fórmulas sino por principios. Se fundamenta en la tolerancia y en la aceptación de la diversidad. Acepta como insoslayables las diferencias entre los grupos humanos pero hace de la inclusión la única estrategia posible para sobrellevarlas. Fundamenta sus principios esenciales de convivencia en ideales de libertad, de dignidad individual y de justicia. Acaso la mayor virtud de los sistemas democráticos sea haber rutinizado el cuestionamiento del poder. El gobernante de hoy, reverenciado, admirado, temido, sabe que será postergado mañana. Percibir que todo mandato tiene un término, al cabo del cual el mandón actual podrá ser castigado u olvidado, hace de él un ser mucho más soportable y pasajero, soportable por pasajero.

Acaso nunca haya sido mejor definido el credo democrático que en las palabras del gran estadista ateniense Pericles, cuando, en su célebre Oración fúnebre afirma: “Nuestra administración favorece a la mayoría y no a la minoría: es por eso por lo que la llamamos democracia. Nuestras leyes ofrecen una justicia equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas privadas, pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del mérito … La única actitud ante la libertad consiste en considerarnos a nosotros mismos responsables de ella y, a la vez, merecedores de ella. Merecedores y responsables en igual sentido al destino que damos a nuestra vida…” Si algo traducen estas palabras es la visión del sistema democrático como el resultado de una responsabilidad compartida entre todos los miembros de una colectividad. Política y libertad van necesariamente unidas y la democracia es el único sistema capaz de garantizar esa unión.

Democracia, libertad… Y educación: términos íntimamente relacionados entre sí, nociones absolutamente necesarias para ayudarnos a vivir y a convivir humanamente.

 

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