Juan Antonio Sacaluga: Portugal aquel día de abril

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Escribo desde Lisboa, en la víspera del cincuentenario de la Revolución de los claveles. El 25 de abril de 1974 cayó la dictadura más longeva de Europa.

La jornada histórica había empezado, con la mayor discreción, apenas pasada la medianoche. En la sintonía de Radio Renascença había sonado ‘Grândola Vila morena’, canción de Zeca Afonso prohibida por la dictadura. Fue la señal que puso en marcha a 5.000 militares. La emisora era conservadora, de ahí que los ciudadanos que a esa hora la escucharon se preguntaran, sorprendidos, qué estaba ocurriendo.

Horas después, ya de madrugada, los líderes operativos del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) emitieron su primer comunicado desde otra emisora, Radio Clube, en el que aclararon su propósito de acabar con el régimen fascista, restablecer la libertad y poner el destino de la nación en manos del pueblo. En ese momento se despejaron todas las dudas sobre lo que pasaba.

Cuando ya despuntaban las luces del alba, el capitán de Caballería Fernando Salgueiro Maia, al frente de una unidad de vetustos carros de combate procedentes de Santarem, se topó ya en la capital con otra unidad de tanques, ésta afecta al régimen. Su jefe ordenó a uno de sus subordinados que disparara al capitán rebelde. Pero no lo hizo. El éxito de la sublevación parecía sellado. Salgueiro Maia continuó su marcha hasta la sede del Cuartel General de la Guardia Nacional Republicana, en la céntrica placita de Largo do Carmo, donde se había atrincherado el Primer Ministro, Marcelo Caetano. Tras una tensa espera de varias horas, a media tarde se rendía y pactaba su exilio junto con la mayoría de su gobierno. El Presidente de la República, Américo Thomás también se había dado por vencido. La Revolución había triunfado.

Contrariamente a lo que se ha dicho muchas veces, hubo muertos. Pocos: una docena. De ellos, cuatro se los cobró la odiosa policía política (PIDE), cuando cientos de personas se concentraron ante su sede para exigir la rendición de mandos y agentes en el atardecer de la jornada. Si la Revolución de abril ha quedado como una de las más pacíficas de la Historia es porque difícilmente puede encontrarse otra en la que el poder mostrara tanta mansedumbre. La ferocidad de décadas de represión se extinguió en apenas unas horas. El agotamiento político e institucional del régimen no permitió alarde postrero alguno.

En 1974, las personas decentes de todo el mundo aún estaban sobrecogidas por el golpe de Chile, ocho meses antes. Pero, en esta ocasión, en Portugal, 5.000 militares se pusieron del lado del pueblo, después de una intentona fallida el 16 de marzo anterior contra la sangría humana y la ruina moral y económica de las guerras coloniales.

Otelo Saravia de Carvalho, arquitecto del 25 de abril, no quería que la gente se echara a la calle, por si los sectores afectos al régimen intentaban un último esfuerzo de amedrantamiento y provocaban un baño de sangre. Pero, al despuntar las primeras luces del día, intuido lo que estaba ocurriendo, cientos, luego miles y finalmente decenas de miles de ciudadanos se unieron a los soldados. Una camarera en Rua Augusta, una de las calles emblemáticas que comunica el Terreiro do Paço (el Solar del Palacio) con el centro de la ciudad, le dio un clavel a un soldado y éste lo colocó en la boca de su fusil. El gesto se repitió durante todo el día. La Revolución ya tenía icono y naturaleza. Las flores transmitían una ingenua combinación de alegría y esperanza. En España, para muchos, el amanecer democrático aparecía por su oeste.

Varias revoluciones en una

Aquella jornada fue sólo el inicio de una Revolución desbordante, pero también azarosa y contradictoria, como casi todas. El 25 de abril de 1974 se abrieron múltiples caminos. Hubo una eclosión de impulsos sociales y políticos muy avanzados. Hubo revoluciones dentro de la Revolución, frenazos, retrocesos, acelerones, confusión y muchas tensiones y divisiones.

Hasta el parteaguas del 25 de noviembre del año siguiente. En esa fecha, cinco días después de que en la vecina España otro dictador muriera en la cama de un hospital tras una larga agonía, el rumbo de la historia de Portugal pareció decantarse. Para unos, los sectores más radicales del MFA y sus aliados políticos (el Partido Comunista y otros sectores izquierdistas), fue una contrarrevolución en toda regla. Para otros, los sectores militares moderados y los partidos de centro, a izquierda y derecha, se trató de una rectificación democrática necesaria ante la deriva autoritaria revolucionaria. A partir de ese momento, se entró en una fase de apaciguamiento, que culminó en la Asamblea constituyente elegida el 25 de abril de 1976, dos años después de la caída de la dictadura. El Partido Socialista fue la fuerza política principal de ese nuevo tiempo.

Un recuerdo escindido

Cincuenta años después, Lisboa recuerda y celebra la Revolución con numerosos actos políticos, culturales e institucionales. Organizaciones cívicas replican el programa oficial con actuaciones reivindicativas más críticas. No en vano, la Revolución quedó disipada, desfigurada o canalizada por los manejos de los poderes económicos y el control de los flamantes partidos políticos nuevos o renovados y de los propios militares, que neutralizaron y purgaron a sus elementos más izquierdistas.

La Revolución, secuestrada, traicionada o institucionalizada, según las distintas interpretaciones, alertó durante meses a los gobiernos de Estados Unidos y de Europa. La guerra fría, a mediados de los setenta, se encontraba en un periodo de deshielo, con unos ambiciosos acuerdos de control de armas en marcha y la estabilización de un continente bipolar.

Era una distensión engañosa. En Occidente no se había perdido el miedo al comunismo. La Revolución portuguesa sacudía el tablero de esa partida estratégica pactada en tablas. El campo soviético tampoco quería sobresaltos que alteraran el statu quo o pudieran provocar una respuesta contundente del bando capitalista. El Partido Comunista, defensor de amplias transformaciones sociales al principio del proceso de cambio, fue acusado luego por grupos izquierdistas de neutralizar los impulsos revolucionarios, en connivencia con las Fuerzas Armadas, finalmente dominadas por los sectores moderados.

Turno conservador sin la extrema derecha

En estos días de celebración y recuerdo se repasan éstas consideraciones y otras muchas. Pero la reflexión histórica no ocupa el primer plano del interés público actual. La atención está puesta en el giro político reciente. Las elecciones de marzo han devuelto al poder a la derecha, tras dos legislaturas de dominio socialista, la última con mayoría absoluta. El líder del PS, António Costa, tuvo que dimitir tras estallar un escándalo de corrupción que olió desde un principio a montaje oscuro para acabar con un gobierno legítimo. Medio siglo después, el romanticismo de la Revolución había dejado paso a lo peor de la política.

Hace sólo unos días, ya consumada la victoria electoral conservadora y el avance espectacular del partido de extrema derecha Chega! (Llega!), los jueces han desmontado el caso, exonerado a Costa y reprendido a los fiscales por su manejo chapucero del proceso. Dicen que Costa, limpiado su nombre, aspira a convertirse en Presidente del Consejo Europeo el próximo otoño, cuando concluya su mandato el belga Charles Michel.

Pero el efecto político corrosivo ya es irremediable. El PSD (Partido Social Democrático: nombre equívoco) gobernará en minoría los próximos años. Contrariamente a sus pares españoles de PP, los conservadores portugueses no han querido apoyarse en la extrema derecha para reforzar sus posiciones de poder. Los socialistas han facilitado la tarea de su adversario al abstenerse en la investidura de Luis Montenegro, el líder del PSD, para impedir que lo más cercano a aquel fascismo derrotado hace 50 años volviera a alcanzar cotas de poder. Aunque las fortunas políticas de los dos países ibéricos no hayan diferido mucho en estas últimas décadas pasadas, después de todo en el país vecino hubo en un tiempo ya lejano una Revolución.

 

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