Clodovaldo Hernández: Las nuevas caras de la oposición puro decorado intelectual y Photoshop de imagen

Compartir

 

Lobas y lobos con disfraz de abuelitas y abuelitos, siempre planeando jartarse a la niña de rojo, con la tonta creencia de que ella sigue siendo tan ingenua como la Caperucita. Así transcurre la extraña renovación del liderazgo opositor.

Quienes  han sido presentados como nuevas caras y personas ponderadas y equilibradas debido a su formación académica y a su noble edad, no son nuevas ni equilibradas ni ponderadas ni nobles. Viejos sí, pero tan fachos como sus impresentables antecesores que cargan menos años encima. Dice el dicho: el mismo musiú con diferente cachimbo.

También podemos considerar otro aforismo acerca de ciertos personajes: si no la hace a la entrada, la hace a la salida. Y el opositor o la opositora del ala pirómana que no lo está haciendo ahora mismo, lo hizo ya a la entrada o en los tramos intermedios o la hará un poco más adelante.

Esto se nota sobre todo en los momentos de máxima confrontación, cuando la gente pierde la compostura y el buen decir. El problema no es, entonces, que los aparatos políticos, mediáticos y de redes del adversario se esfuercen en buscar esos momentos y explotarlos. Eso es de lo más natural. El punto es que suele pasar que lo expresado en esas desafortunadas ocasiones es el reflejo del verdadero yo del Doctor Merengue.

El resto es decorado intelectual, maquillaje retórico, Photoshop de imagen. Si una persona profesa una ideología de derecha extrema, pero la oculta para resultar potable ante la opinión pública, en determinados momentos la realidad lo va a poner en evidencia.

Es lo que pasa con cada personaje (en el sentido teatral de la palabra) que sale a escena en la obra, a veces tan trágica y otras veces tan cómica, de la oposición venezolana.

Su imagen oficial es la de venerables matronas, dignos prohombres, sacrificados apóstoles, eminencias y lumbreras. Son emblemas de la civilidad, excelentísimos y reverendísimos, recontradoctores de las universidades más recontraexclusivas, altezas reales de cortes reputadísimas, flor y nata de las élites más aristocráticas, topes de gama del jet set gerencial. Pero… cuando se perfora el caparazón de lo meramente publicitario, cuando se va más allá de esas efigies egregias, lo que habitualmente se encuentra son seres humanos con ideas supremacistas raciales, sociales o académicas, sin sentido de nacionalidad, adoradores del poder imperial, personas que abominan de lo popular, que se sienten mal porque el país ha sido gobernado por iletrados y feos.

Da miedo. Y hay que admitirlo, aunque desde la perspectiva gallística de la lucha política esté mal visto tener temores. Da miedo porque esa personalidad oculta bajo los ropajes ceremoniosos de la democracia liberal es la que puede llevar a cabo cualquier barbaridad, es decir, un acto contrario a su proclamado estatus civilizatorio. Y prueba de ello es que muchos de esos prominentes seres no han condenado nunca, por solo mencionar un par de ejemplos, el cobarde atentado que mató a Danilo Anderson ni la quema de Orlando Figuera y algunos siguen justificando esas vilezas y diciendo que sus autores son perseguidos políticos.

Contrario a lo que pudiera suponerse, esta especie de doble personalidad no es algo nuevo. No es producto del desespero que causan demasiados años siendo oposición. No. Como lo expresaría el dicharachero que hoy nos acompaña: «el que nace barrigón, ni que lo fajen chiquito». Facho es facho, aunque se vista con las sedas de la democracia manufacturadas en esos países supuestamente muy avanzados en materia política.

Para demostrar que no es algo reciente, hagamos lo de siempre: revisar la historia. Sin ir demasiado atrás, hablemos de abril de 2002, cuando los más ilustres, los más cultos, los más encumbrados figurones de una oposición que se tildaba como «democrática» y que decía luchar contra el autoritarismo militarista, fueron cómplices de un golpe de Estado sustentado en unos gorilas de la Fuerza Armada y en un aparato policial asesino. Al tener el poder, derogaron la Constitución, desconocieron a todos los funcionarios electos o designados legalmente e iniciaron una persecución pública de cualquiera que oliera a chavismo, con el apoyo de los perros de presa de unos medios de comunicación que se dejaron de remilgos y mostraron, sin hojas de parra, su fisonomía fascista.

Como demostración inequívoca del ser antidemocrático que sale del clóset (después de viejo, dice otro dicho) a la hora de las definiciones tenemos la actitud de Ramón Escovar Salom, un veterano tribuno de la IV República, que fue canciller, senador, fiscal general y ministro de Relaciones Interiores, pero sobre todo fue lo que en esos tiempos llegó a llamarse «un notable», es decir, parte de una especie de ágora de intelectuales y señorones más allá del bien y del mal, que encabezaba el escritor Arturo Uslar Pietri. Pues bien, el 12 de abril de 2002, ese prócer del Derecho andaba desaforado y desenfrenado, aconsejando que a un gobernador electo por el pueblo lo sometieran por la fuerza y lo arrestaran, ya que no quería reconocer al tiranillo Carmona y su gobierno de facto. ¿Le habían puesto algo raro al agua ese día como para ver estas metamorfosis de un insigne jurisperito en un energúmeno? No. Lo que sucedió fue que salió a relucir el verdadero Escovar Salom.

Otro ejemplo de los muchos que aparecieron en esas horas fue el de José Rodríguez Iturbe, a quien alguna vez llamamos «Lord Pepe» porque dirigía la Cámara de Diputados de los años 80 y 90 con una solemnidad que, en el contexto, resultaba ridícula. Solo le faltaba ponerse una de esas pelucas de rizos blancos y andar con toga. Bueno, más allá de esos detalles del ámbito fashion, Rodríguez Iturbe se olvidó ese día del camión de libros sobre Teoría de la Democracia que se había leído en su vida de supernumerario con votos de castidad y se precipitó a aceptar el encargo carmoníaco de ser canciller de la muy efímera VI República. Parafraseando al propio Pepe, fue un caso de «la traición de los mejores». Ojalá que su Dios esté dispuesto a perdonarlo, seguramente con la intercesión de Josemaría Escrivá de Balaguer, un santo con gran influencia en la corte celestial.

La personalidad ultraderechista real, cubierta con paltó y corbata o trajes de alta costura, ha surgido a cada paso de este cuarto de siglo. Vimos a la «sociedad civil» en pleno, aplaudiendo y reclamándoles autógrafos a los generales de la plaza Altamira, a sabiendas de que eran aspirantes a emular a los milicos del Cono Sur, con el patrocinio —una vez más sea expresado— de la maquinaria mediática más fachorra de nuestra historia.

Llegando a la caliente actualidad, tenemos ejemplos a granel. Pero quedémonos con los que más impacto han causado, los de los dos sustitutos de María Corina Machado: Corina Yoris y Edmundo González Urrutia.

Yoris fue presentada en sociedad como parte de un exclusivo círculo intelectual de la literatura y la filosofía. De inmediato comenzó la operación mediática de demostrar que su superioridad académica era también superioridad moral ante un chavismo ignaro y troglodita. Bastó revisar un poco sus viejos tuits para constatar que cuando la señora pierde los estribos, se expresa igual que un caletero portuario, dicho sea, con perdón de quienes ejercen ese duro oficio.

Y eso es solamente en lo que respecta a la procacidad de su vocabulario, porque si hablamos de aquello que encierran los contenidos de sus mensajes lo que vamos a encontrar es el mismo supremacismo de la clase media que se cree oligarquía por tener los títulos nobiliarios modernos, los que otorga la academia.

De todos modos, la indagación en la verdadera personalidad de la profesora Yoris se truncó igual que su brevísima nominación presidencial. Pero, de seguro, nos esperaban muchas otras sorpresas.

Ha llegado entonces el turno de Edmundo González Urrutia, otro señor «muy conocido en su casa a la hora del almuerzo», como decía Alberto Nolia, antes de quemarse con los fuegos de cierto Mandinga, recientemente recluido en la quinta paila (un tema que no vamos a tratar ahora). La receta para él fue la misma que con Yoris: utilizar el currículum vitae como arma de azote al chavismo. Y, una vez más, el simple escudriñamiento en los escasos archivos públicos del excelentísimo embajador ha permitido comprobar que el conspicuo internacionalista es un cofrecito lleno de maledicencias: misoginia, homofobia, racismo y aplausos al cáncer por haber sido la causa de la muerte del comandante Chávez y por su deseo de que se lleve a todos los chavistas.

Los defensores de tan eximio ser salieron rápidamente a hacer eso que llaman control de daños reputacionales, alegando que fueron cosas viejas, que nunca ocurrieron o que lo criticable no son las ideas de González Urrutia, sino la violación a su privacidad, por haber sido pinchado telefónicamente.

Es típico de este sector opositor: se les puede descalificar sin esfuerzo, empleando nada más sus propios hechos y sus propias palabras, pero sus abogados en el tribunal de la opinión pública siempre dirán que son pobres víctimas de la difamación y la injuria de los chavistas.

Completo esta reflexión advirtiendo que el corazón ultraderechista no siempre se esconde en el pecho de un derechista moderado. A veces se oculta mejor en alguien que ha tenido un recorrido como activista de izquierda y hasta de ultraizquierda.

Es trágico (y cómico) ver a estos excamaradas desplegando su viejo entusiasmo en favor del más reciente lobo disfrazado de abuela de la Caperucita, quien no tiene empacho en reconocer que solo está allí para cuidarle el puesto a una candidata inhabilitada. No les importa que ella represente, hoy por hoy, a la ultraderecha más violenta, antinacional, proyanqui y abiertamente sionista. Cerremos, entonces, parafraseando otro adagio: ¿Qué hace cucaracha en baile de gallina?

 

Traducción »