Alicia Álamo Bartolomé: La vieja durmiente

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Cuando yo tenía 11 años y 8 meses, hice mi debut teatral el Teatro Nacional de San José de Costa Rica (Jacinto Benavente decía que San José era un pueblo alrededor de un teatro), bello edificio neoclásico. Yo era una niña, pero por mi talla, enfundada en galas de princesa y el maquillaje, parecía una muchacha de 18 a 20 años. Era la protagonista del conocido cuento “La bella durmiente” de Charles Perrault, llevado al teatro. Han pasado 87 años de aquel acontecimiento. Hoy estoy convertida en “La vieja durmiente”, según me ha bautizado mi cuidadora Rosiris Aguilera.

Los ancianos nos andamos durmiendo por todas partes, no importan las horas del día, es un enlace de siestas. Quizás es nuestra defensa contra el paso de los años y la muerte que se acerca. Cuando estamos dormidos parece que no pasara el tiempo. Pero pasa. Es inexorable. Ya nos llegará el momento, pero mientras tanto…

¡Vivamos! No hay nada más desconsolador que un anciano ya entregado a su desaparición. Sufre él, sufren sus allegados al ver la inutilidad de una vida cuando todavía hay tantos motivos para gozar de la que queda: … el aspirar del aire /el canto de la dulce filomena / el soto y su donaire / en la noche serena / con llama que consume y no da pena. Como dice San Juan de la Cruz en la estrofa 39 de  su Cántico Espiritual (segunda versión). Es decir, de la naturaleza.

Dios nos puso en un planeta rico en belleza. En un principio era el Paraíso Terrenal, pero el hombre lo degradó como consecuencia del pecado original y su conducta errática. Pero no ha podido abatirlo del todo. La naturaleza siempre se repone. Las selvas vuelven a su esplendor después de los incendios forestales. Las aguas regresan a su cauce luego de las inundaciones y el hombre es capaz de reconstruir lo desastres de terremotos, vendavales y tsunamis. La naturaleza, creación de Dios, recobra su hermosura divina y podemos siempre gozarla. En la contemplación de sus maravillas tenemos los ancianos motivación para vivir en paz y armonía nuestras últimas horas terrenales.

Y en la propia creación humana. La cultura y el arte nos entregan obras cuya contemplación visual o auditiva nos da momentos de verdadero goce espiritual. Los medios audiovisuales actuales han puesto a nuestro alcance todo ese mundo de belleza plástica y acústica. Creo que no hay nada más nutriente para el alma que la música. Y la hay de todos los estilos, épocas e intérpretes. Y todavía hay más: deportes, producciones especiales para la televisión, como las telenovelas, programas de opinión, de divulgación científica, etc. El más caprichoso de los ancianos tiene donde escoger en la pantalla chica.

¿Qué no ve? ¿Qué no oye? ¡Ay, Dios mío, el asunto se pone más difícil…! Pero siempre puede orar y la oración es un arma poderosa, sobre todo si salimos de nosotros mismos para aplicarla a vidas ajenas. Nos conecta con la otredad y esto ya es un triunfo contra el egocentrismo. Llenarse de sí mismo crea vacío espiritual. Orar, orar mucho, lo que no significa recitar oraciones aprendidas, aunque éstas tienen su validez. Orar es hablar con Dios de tú a tú. Yo le cuento mis cuitas y en una pausa silenciosa, puedo escuchar su respuesta. El silencio es muy importante a la hora de la oración. Suelo repetir una frase muy sugestiva del sabio pensador de la India Rabindranath Tagore: No te detengas a escuchar los ruidos del momento que perderás la música de lo eterno.

¡Cuántas veces andamos perdidos en los ruidos del momento! Hay muchos afanes en la vida diaria, pero dejemos que se ocupen de ellos los más jóvenes, que están en plena capacidad para enfrentarlos. Nosotros, los ancianos durmientes, debemos delegar, confiar en aquellos que Dios nos puso al lado para que se hicieran cargo de nuestra vejez: hijos, nietos, sobrinos, personas especializadas en el cuidado de personas seniles. Ya no nos toca decidir. Decidan aquellos a cuyo cargo estamos, son ellos los que conocen los brollos del día. No les compliquemos la vida con nuestras manías de ancianos.

Porque si en algo somos expertos los viejos, es en cultivar manías. En las comidas, que si más caliente que si más frío, más dulce o más simple, más soso o más salado. En la compañía: quiero vivir con mi familia alrededor o solo, no en manos mercenarias. ¡Cuántas angustias de hijos pensando en sus madres solas viviendo en un apartamento, porque despiden a las acompañantes que han buscado! Peligros de caídas y huesos rotos, de quemaduras en la cocina… No pensamos, los ancianos, en que molestamos más cuando no queremos molestar. La soledad nos lleva al fémur roto, el hospital, la operación.

Quizás me vuelvo machacona en eso de pedir a mis contemporáneos una forma distinta de enfrentar la ancianidad. De encontrar en ésta motivos de gozos y alegrías, en lugar de desaliento porque la vida se nos va. Pero no se nos ha ido del todo y los pocos años, meses, días u horas que nos queden en este mundo terrenal, debemos tratar de vivirlos con garbo. Seremos y haremos más felices a las personas que nos rodean cuando apreciamos la belleza del crepúsculo, tan parecido a nuestra propia vida que acaba, el trino de un pájaro, el esplendor de diamante de la gota de agua en la hoja, atravesada por el rayo solar, la grandeza sonora de una melodía, el poema inmortal, la risa de un niño…

Seamos felices. Dejemos atrás los pensamientos fatídicos, los desalientos, los pesimismos, el egoísmo, el sentimiento trágico de la vida. Pensemos en un más allá de felicidad eterna para nosotros y en un más acá lleno de cambios, mejoras, nuevos avances de la tecnología, descubrimientos de la ciencia, transformaciones políticas que acaben de una vez por todas con las tiranías, tanto en nuestro país como en todo planeta, para que las nuevas generaciones puedan vivir en un ambiente de justicia, paz y fraternidad.

Estas conquistas son posibles, si cada edad asume su papel: la ancianidad, el consejo de la experiencia y la profunda perseverancia en la oración; la madurez, su temple y formación; la juventud, su capacidad de heroísmo, tenacidad y coraje.

 

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