Como una consecuencia de las particularidades históricas de nuestro continente, el hombre iberooamericano vivió siempre en medio de naturales desconfianzas ante los ineficaces sistemas que lo gobernaban. En toda sociedad existen formas de vacío o imposibilidad entre un deber ser establecido por las normas de una convivencia social ideal y la realidad de una determinada colectividad a lo largo del tiempo. Pero en Iberoamérica, más que de vacío, podría hablarse de insuperable abismo, de infranqueable grieta. Entre nosotros, realidad e ideal quedaron irremediablemente separados desde el comienzo de los tiempos. Nos acostumbramos a desconfiar de nuestros sistemas: sobrevivimos dentro de ellos sin creer en ellos. Nuestra experiencia histórica nos condujo a la rutinización de la desconfianza y a la oficialización de la mentira. Desde siempre nos hemos acostumbramos al recelo y a la suspicacia ante el hecho político.
En sistemas sociales que no funcionan, ante aparatos legales en los que nadie cree o nadie confía, rodeados por estructuras políticas y económicas jamás eficaces y jamás protectoras, el hombre iberoamericano se ha dejado seducir muy frecuentemente por el signo prometeico de ciertas individualidades. Ha dignificado la imagen del individuo enfrentado a la realidad empeñado en cambiarla. Es la otra cara de la desconfianza: la admiración hacia hombres-fuerzas, carismáticos fundadores de nuevos tiempos. Desgraciadamente ha sido muy frecuente contemplar la funesta versión del fenómeno: la multiplicación de demagogos ofertantes de sueños inverosímiles, incansables charlatanes buscando por todos los medios la aprobación de las masas agradecidas, aulladores de disparatados ofertas sin sustentos reales, infinitos repetidores de catecismos ideológicos que son incapaces de entender… Se trata de la contracara del héroe adánico, convertido ahora en una triste, una patética caricatura del tan ansiado Prometeo. Es el dramático final del imaginario de individualidades capaces de llenar el vacío de leyes e instituciones; el verdadero rostro de un imposible: que una sola persona pueda llegar a ocupar el sitio de la ley y convertirse en un sustituto de genuinas instituciones capaces de garantizar el bienestar de las mayorías y el respeto a las minorías dentro de una atmósfera de equilibrio, de justicia, de verdadero acuerdo social…