Brasil, el gigante de América del Sur, está viviendo una extraña paradoja: mejoraron, desde que Lula llegó al poder, todos los índices, desde los económicos al reconocimiento del peso del país en el exterior. Sin embargo, todos parecen descontentos o incómodos: ricos y pobres, trabajadores e intelectuales, derechas e izquierdas. Y Lula pierde popularidad.
Hay quien ironiza que el país necesitaría pasar por un periodo de psicoanálisis para entender la paradoja que lo angustia. Y el primero en extrañarse, sin ocultarlo, es el propio Lula, que llegó por tercera vez al poder, esta vez con la ardua misión de liberar al país del peso de una extrema derecha bolsonarista que lo estaba asfixiando hasta llevarlo al borde de un nuevo golpe de Estado.
Al Gobierno le llueven los motivos que podrían explicar ese malestar social cuando debería estar celebrando una especie de resurrección nacional. Y Lula es el primero, y con razón, en sentirse desconcertado. No llega a entender que, a pesar de esta vez haber creado un Gobierno de centro izquierda y de haber pactado en el Congreso hasta con partidos bolsonaristas para conseguir aprobar algunos de su proyectos, tiene las manos atadas y en pugna con dos categorías que fueron en el pasado su campo de gloria: la clase trabajadora y la llegada a la universidad del gran mundo de los pobres con la creación de becas.
En cuanto a los profesores de las universidades federales que fueron en los anteriores gobiernos de izquierda, Lula, incrédulo, se encuentra hoy con titulares de los diarios nacionales como: La huelga de los profesores alcanza ya 38 universidades. Todos piden aumento de sueldo. Cunde un descontento general, que no deja de preocupar al Ejecutivo.
Y no es menor el descontento en la clase del trabajo manual, el de las fábricas, donde Lula se forjó de joven y se convirtió en el líder indiscutible de los movimientos sindicales que acabaron siendo una categoría privilegiada. Hoy, el mítico sindicalista sin estudios que creó el mayor movimiento sindical quizás del mundo occidental, aparece desorientado al constatar que aquellos millones de trabajadores que habían colocado en él todas sus esperanzas ya no parecen secundar sus antiguas estrategias.
El último botón de muestra lo ha sido el pasado 1 de mayo pasado, una fecha mítica en la que la izquierda en bloque reunía cada año alrededor de Lula una manifestación gigantesca de trabajadores. Este año el primer sorprendido con el bajo índice de participantes en São Paulo de trabajadores, ha sido Lula, que lo ha achacado a que el acto “había sido mal organizado”. La ultraderecha ha aprovechado enseguida el hecho de que Bolsonaro, a pesar de estar fuera del juego político inhabilitado durante ocho años a participar a las elecciones, acababa de reunir en São Paulo a una multitud inesperada. Las redes sociales bolsonaristas enseguida lo aprovecharon para lanzar a los aires que “un muñeco de Bolsonaro lleva a la calle más gente que Lula”.
Hará falta más tiempo para entender esta antinomia de Brasil que, por un lado, mejora en todos los índices de desarrollo y de prestigio internacional, y sigue atrapada a un descontento y desánimo que van desde las fábricas a las universidades. Por el momento, las primeras explicaciones que ofrecen los analistas políticos y los gurús de la psicología social se refieren a que la izquierda tradicional, la que apoya fundamentalmente a Lula en su tercer mandato, aún no ha asimilado que las nuevas tecnologías están revolucionando el mundo del trabajo.
Si ayer tener un contrato fijo en una fábrica, con todos los derechos sociales y sindicales suponía un privilegio, hoy eso está cambiando.
Hoy, los jóvenes del trabajo manual y los mismos intelectuales de las universidades, buscan otros caminos. Están menos interesados a trabajos fijos que consideran un corsé y buscan formas más flexibles, más en consonancia con las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. No quieren ser más empleados, aunque privilegiados, sino protagonistas de su propio trabajo.
Un ejemplo de los más vistosos y que está sorprendiendo en ese campo laboral a Lula es que las nuevas categorías de trabajos, desde la de los millones de repartidores a domicilio, se resisten a entrar por los carriles de las viejas empresas sindicalizadas. Quieren nuevos tipos de organización, nuevos métodos de seguridad social, en una palabra, prefieren ser libres aunque inseguros y sentirse dueños de nuevos tipos de organización laboral.
No es fácil que Lula, líder indiscutible de las grandes huelgas de metalúrgicos del pasado, pueda entender ese cambio copernicano por el que pasa el mundo laboral de la época de las nuevas tecnologías.
A Lula, al que nunca le faltó olfato político y acabó triunfando en sus dos Gobiernos anteriores, alguien deberá explicarle que el mundo ha cambiado en poco tiempo, que Brasil está conectado, en el bien y en el mal con el mundo de las nuevas tecnologías y que en ello, seguramente, no existe vuelta atrás.
Hoy un presidente no puede hacer alarde de no tener un teléfono móvil y tener que usar el de su esposa, o seguir creyendo que las redes puedan seguir atrayendo, como en el pasado, a sus mítines inflamados a favor de los más pobres o de los trabajadores de las fábricas. Todo ello es ignorar que en ese mundo digital, a veces una simple ironía, inteligente o zafia, como la de que un muñeco de Bolsonaro saca más gente a la calle que el mítico exsindicalista, puede ser triste y hasta vergonzoso. Los consejeros de Lula, que parecen a veces más bien atrapados a un tiempo que ya no existe, no deberían ignorar.
En tiempos de la intrigante inteligencia artificial, el peligro de quedar amarrados a los viejos clichés políticos y sociales que fueron un día una victoria de la clase obrera, es real y probablemente imparable. Lo que Brasil y los que no renuncian a querer entender que el mundo está en dolores de parto, incapaz aún de digerir que el ayer ya fue y el hoy lo estamos construyendo con dolor y a veces con espanto, es apostar sin miedo por la novedad y no olvidar que, gracias a esos nuevos horizontes que empiezan a vislumbrarse, los jóvenes desilusionados de los viejos políticos puedan ser capaces de producir nuevas cosechas de esperanza.