Los días 20, 21 y 22 de junio del año pasado los pasé en Mendoza, Argentina, leyendo La trilogía de Nueva York, de Paul Auster. Desde ese viaje he pensado muchas cosas. Unas, como consecuencia de haber tenido que resolver asuntos que no quería precipitar y, por otro lado, la huella que deja en el lector este escritor tan curioso y a la vez extraño para nuestro tiempo. Tal vez la vida me ha puesto de manera repetida y caprichosa en situaciones en las cuales debo tomar decisiones cuyas consecuencias van a impactar en mi vida y en la de otras personas. Cada vez que nos vemos en la posición de tener que decidir, siento que vuelve a hacer muy claro el poco margen de libertad que en realidad tenemos e inevitablemente pienso en lo falaz que resulta eso del “libre albedrío”. En general, lo que decidimos es casi porque no tenemos otras opciones. En ese viaje me acompañaba la nostalgia, la desesperación, el excepcional Malbec sureño, La trilogía de Nueva York y un perro inapetente que prefería jugar a comer un bistec. Pasé frío esos días en Mendoza y estuve leyendo y escribiendo en una buhardilla durante un par de semanas. De esa quincena, dediqué a leer el libro de Paul Auster durante tres días y me dejó un sabor que me hizo cavilar hasta lo profundo de mi capacidad de hacer introspección y aislarme dentro de mí mismo. Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada son una trilogía de textos que componen la obra más relevante del escritor estadounidense. Los solicité como préstamo en la biblioteca donde suelo buscar libros y me acompañaron en este viaje.
Pudo ser casual la decisión de leer La trilogía de Nueva York en ese itinerario, pero también pudo ser la consecuencia de necesitar mitigar una necesidad. Como expresé, me encontraba un tanto desconcertado porque en mi toma de decisiones, por esas fechas, cuando no había sido dubitativo, había errado y eso no es algo que suela acompañarme. Diré que el libro cayó en mis manos en un mal momento y no pude evitar sucumbir a la fascinación de encontrarme nuevamente con el arte, sus extraños laberintos y lo reconfortante que puede llegar a ser en nuestras vidas.
Mi relación con Paul Auster no había cuajado de manera fácil porque le entré a través de obras menores, sin relevancia, o por lo menos no tenían una especial significancia hasta que leí Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada e inevitablemente comprendí al montón de lectores que lo han admirado a lo largo de su trayectoria literaria que la inevitable muerte puso puntos suspensivos esta semana que transcurrió. Paul Auster es un gran escritor y nos deja un legado valioso para quienes creemos en el poder de la palabra escrita y sus díscolas posibilidades. En La trilogía de Nueva York hay una exaltación al individuo y al individualismo que se vuelven un asunto apologético. En mis días de desesperación en esa Mendoza fría del año pasado, la compañía de ese libro fue absolutamente inigualable, al punto de que me hace pensar en los caminos que me condujeron a buscar ese texto y leerlo en el momento en que más lo necesitaba. Porque de eso se trata el arte, a fin de cuentas, de invitarnos a explorar la posibilidad de encontrarnos un poco más acompañados o darnos cuenta de nuestra propia soledad, ambos asuntos indisolubles y permanentemente presentes en nuestro devenir cotidiano.
Paul Auster escribe sobre el ser, el individuo, sus extrañas formas de Inter vincularse, pero, sobre todo, de la manera de conducirnos por estos parajes que en ocasiones parecieran sólo calles sin salida y peor aún, sin respuestas. En el arte de hacer preguntas solemos ser implacables. Auster intenta hallar respuestas formulando más interrogantes para arribar a puertos que satisfacen y a la vez desconciertan porque los vemos cercanos, los reconocemos y los hacemos propios.
Es raro, pero debo admitir que en el contexto de las tensiones por las cuales pasé en esas fechas, la compañía de la obra literaria de Auster fue de las mejores cosas que me ocurrieron el año pasado. Un año, que en general, no me place recordar salvo por la excepción de los aprendizajes de ese viaje a Mendoza. Suelo ser un hombre de buen tono, que valora la amistad y puedo decir que tengo hermanos de vida que me han dado lo mejor de cada uno. Yo también he tratado de dar lo mejor de mí. Hace algún tiempo, ya lejano para mi gusto, una persona que llamaremos X me invitó a cenar. X estaba ávido de saber cómo hacía para manejar algunos asuntos propios de mi persona y la manera de vincularme con la gente. Creo que dije unas palabras que le fueron útiles y satisfice su búsqueda. De igual manera me ha sido útil recordar a X cuando repetía que Paul Auster es el mejor escritor que ha existido. Sí, de eso ya hace algún tiempo; lejano, claro que lejano, para mi gusto.
Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano – alirioperezlopresti@gmail.com – @perezlopresti