En artículos pasados he reflexionado sobre los gobiernos de coalición, sobre sus características y su pertinencia frente a la realidad venezolana. Sobre ese particular he recibido comentarios razonablemente incrédulos, “eso es muy difícil”, “imposible”, “el agua y el aceite no se mezclan” o el comentario más recurrente: “es que fulano y mengano no se pueden poner de acuerdo, son enemigos”. Pues bien, no es que ignore la alta conflictividad y polarización de la vida pública que caracteriza a Venezuela en las últimas décadas, sin embargo, es una realidad evidente que no existe una formación política en el país que como actor individualmente considerado cuente con un respaldo mayoritario que le permita, sin aliados, lograr una victoria electoral para formar un gobierno unipartidista y monocolor. El PSUV tiene el poder hoy, pero su rechazo público es altísimo. La oposición política reunida en la Plataforma Unitaria, tiene un respaldo electoral decisivo pero es un conglomerado de varios partidos con ideologías distintas e incluso, por momentos, antagónicas.
Ese contexto nos muestra que sólo podrá formar un gobierno estable, de conformidad con la constitución, reconocido dentro y fuera del país quién logre reunir, además de los votos en las próximas elecciones, suficientes aliados político – partidistas. Más que aliados, socios de gobierno, partidos coaligados. Surgen entonces ciertas preguntas: ¿Los partidos políticos que han presentado candidaturas distintas en las elecciones pueden, después de los comicios, formar parte de una coalición de gobierno? Claro que sí. ¿Partidos políticos enemigos, ideológicamente contrarios, pueden formar una coalición? Nuevamente, si. ¿Cómo es eso posible? Pues porque negociar la conformación de un gobierno de coalición supone, además de la voluntad de los participantes, dos incentivos poderosos, a saber: 1) los partidos que negocian un gobierno de coalición desean implementar determinadas políticas públicas (minimizar la distancia entre su ideología y el programa de gobierno) y 2) maximizar el control de parcelas de poder (ministerios y cargos de dirección).
Esos incentivos resultan ser dinámicos, cuando entre los partidos no hay diferencias ideológicas sustanciales, pesa más en las negociaciones la distribución de cargos y responsabilidades, cuando la polarización ideológica es persistente, el programa de gobierno cobra interés estratégico. A efectos de mayor claridad en este punto debe comprenderse que “programa de gobierno” no equivale a aquellos documentos que con frecuencia terminan por ser una lista de promesas efímeras que se hacen públicos durante la campaña electoral, “programa de gobierno” significa, fundamentalmente, los compromisos reales de decisiones y ejecución que los coaligados se imponen a llevar a cabo colectivamente so pena de retiro de apoyo público al gobierno y oposición sistemática (cuestión muy pesada para gobiernos con soportes institucionales endebles y frágiles).
Por ejemplo, supongamos, solo supongamos, que una vez concretada la victoria electoral de Edmundo González Urrutia en las próximas elecciones presidenciales, sectores del oficialismo, del PSUV hasta entonces gobernante, decide plantearle a la Plataforma Unitaria su disposición de acatar el resultado electoral si, y sólo si, el nuevo gobierno mantiene hasta su retiro formal producto de su jubilación, al actual mando militar. De aceptarlo el presidente electo, el PSUV podría tener bajo su control el Ministerio de Defensa. A cambio, el PSUV ofrecería colaboración efectiva al nuevo gobierno para concretar las reformas políticas que impliquen mayor liberalización y democratización del país. En el tren ejecutivo harían vida ministros provenientes de partidos políticos de la Plataforma Unitaria y ministros heredados del gobierno anterior. ¿Se tienen que matar? No, al contrario, pueden actuar coherente y respetuosamente para concretar los objetivos de ese gobierno de coalición. ¿Se tienen que querer? Pues no. ¿Deben formar un solo partido? Tampoco, ¿Deben tener una misma candidatura en la próxima elección? Pues menos.
¿Eso es mucho idealismo de mi parte?, quizá. Es posible que me esté dejando dominar por mis deseos. Lo que sí creo que no es una fantasía, ni una ensoñación, es que un gobierno autoritario saliente a través de una derrota electoral puede tener pocos escrúpulos para ejecutar, al no ocurrir ningún pacto que asegure o reconozca sus intereses, una agenda contraria a la estabilidad democrática de un gobierno legítimamente constituído pero con un inherente escaso control de la fuerza armada, los cuerpos de seguridad y los servicios de inteligencia.
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