Cinco amigos se reúnen una noche en una azotea de La Habana desde la que es posible contemplar un abigarrado paisaje de azoteas plagadas de antenas y palomares y desde la cual también se puede ver el mar, más allá de ese muro del Malecón que física y simbólicamente marca el principio y el fin de la ciudad o de la isla. Los ha convocado el regreso del único de ellos que ha partido al exilio, Amadeo, radicado por 15 años en España. La noche será larga, bien bebida y comida, y de la evocación de recuerdos y el conteo de experiencias, con el paso de las horas se transita hacia las confesiones, con encalladas acusaciones incluidas, y la dolorosa revelación de pérdidas, culpas y verdades nunca antes compartidas. Asistimos entonces a la catarsis descarnada de cinco personas, Amadeo, Eddy, Rafa, Tania y Aldo, todos profesionales y ya de mediana edad, un discurso que, con plena intención, procura armar también la catarsis de una generación asediada por las frustraciones, los exilios, el miedo, pero que intentan preservar de todas las perversiones y agresiones una de las columnas que todavía los pueden sostener en pie: la amistad con fidelidad. Es una historia posible, y me atrevo a decir que bastante común, de la generación cubana a la cual pertenezco.
Esa podría ser la sinopsis de la película Regreso a Ítaca, rodada en La Habana en los días finales de 2013, con actores cubanos encarnando personajes profunda y típicamente cubanos, viviendo dramas cubanos escritos en cubano, pero con un extraño e importante matiz que podría haber resultado discordante: se trata de una producción francesa, dirigida por un realizador francés. Sin embargo, no hay en la obra discordia alguna, al contrario, la película, amoldada por manos francesas, es un ejemplo de armonía y por ello su resultado artístico mereció varios premios en festivales internacionales, mientras, por su capacidad de revelar lacerantes entresijos domésticos, Regreso a Ítaca le ganó también la distinción de la censura institucional cubana.
El director de esa película, el artífice de que una obra filmada y firmada por un francés tuviera la condición de ser profunda, visceralmente cubana, fue Laurent Cantet, el cineasta fallecido hace poco en París, apenas con 63 años, agredido por un cáncer. Un artista que nos dejó un ramillete de filmes atrevidos e inquietantes, siempre diferentes uno de otro, siempre cargados de la trascendente intención de hurgar en los comportamientos de la condición humana y hacerlo incluso en los más disímiles contextos geográficos y culturales, en una ejemplar combinación de humanismo y universalismo. Unos filmes cargados de premios, entre los que vale distinguir La Palma de Oro de Cannes y que le valieron un notable prestigio artístico. Un creador que, ahora, cuando ya no está, nos hace pensar en las películas seguramente atrevidas e inquietantes que planeaba rodar y que ya no podrá regalarnos.
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Evocando el legado de Laurent Cantet pienso que si tuviera que marcar la cualidad suya que me pareció más admirable, la que lo caracterizó mejor como artista y persona, diría que fue su curiosidad. Una curiosidad por el ser humano y sus comportamientos que alimentó su voracidad intelectual y cultural, afortunadamente convertida en documentos artísticos gracias a las películas que dirigió.
El privilegio de haber podido trabajar con él en la escritura del guion de Regreso a Ítaca me dio la posibilidad de conocer de muy cerca esa integridad humana y artística que le funcionaban como la brújula capaz de indicarle caminos por los que podría adentrarse en la búsqueda de lo que siempre perseguía: las complejas esencias del comportamiento humano. El hecho de haber descubierto en una novela cubana el drama de unos amigos que, asediados por los muchos huracanes de su época, se salvan gracias al culto a la amistad, y haber decidido que de esa trama (que para otros podía ser local y lejana), él necesitaba hacer una película empeñada en hablar de asuntos tan universales como la pertenencia, la traición, el miedo y la fraternidad, revelan ese rasgo de su personalidad como individuo y como creador.
Por eso, si aún tuviera que señalar una segunda cualidad muy admirable de Cantet sería su capacidad para escuchar a los otros, para tratar de entenderlos y proponerse revelar a través de esos otros una comprensión de las actitudes de muchos. Para ello le valieron lo mismo un sindicalista que un asesino parricida, una francesa solitaria que viaja al Caribe en busca de sexo pero también de compañía que unos adolescentes estudiantes del extrarradio de París cargados con todos los dramas de su condición psicológica y social o, incluso, unos cubanos marcados por su época y por la Historia y que discuten, pelean, gritan, lloran y saben seguir siendo amigos.
Como puede o hasta suele ocurrir en la concreción de un proyecto cinematográfico, el camino que recorrió la idea de Cantet para lo que llegaría a ser Regreso a Ítaca, fue largo y tortuoso. Pero en ese difícil recorrido quizás el momento mágico que definió el carácter de la película que al fin se estrenó en 2014 ocurrió en los cuatro días en que trabajamos en París para crear un primer esbozo de la obra. Siempre recuerdo que luego de discutir lo que nos proponíamos decir, de bosquejar los personajes que desarrollarían el drama, Cantet dio forma a la película, diría que allí mismo empezó a filmarla. Porque en el instante de la despedida, sin levantarse aún de su silla, Laurent extendió su brazo derecho como si señalara en el horizonte el sitio exacto donde podría estar la mítica isla a la que regresa el héroe y exigió: cinco personajes que confiesan hasta lo inconfesable, una sola locación muy habanera en la que se vea el mar, una noche larga que termina con el amanecer del nuevo día, mucha intensidad para llegar de la alegría a las lágrimas. Eso es lo que quiero. Lo que van a decir esos personajes y cómo lo van a decir creo que un cubano lo sabe mejor que yo. Y me retó: proponme esa historia y ya veremos cómo podemos hacerla.
Con esa comprensión, que implicaba un gran espacio de libertad y un admirable respeto creativo, comenzamos la navegación hacia la Ítaca de los cubanos. Y, al parecer, hasta ella nos condujo Cantet por un camino plagado de rosas con espinas que provocaron la suspicacia de los censores que le temieron a lo que expresaba la obra y cancelaron su presentación en el festival habanero en el que había sido programada. Solo varios meses después, en una Semana de Cine Francés en La Habana, Cantet pudo asistir a los dos únicos pases que su película tuvo y ha tenido en algún espacio institucional cubano.
Para participar de esas proyecciones —y recibir el cerrado aplauso del público cubano— Laurent Cantet viajó por última vez a Cuba. Ya nunca volvió a esta Ítaca, pero se llevó con él la satisfacción de haber contado el dramático regreso a la patria de un héroe que apenas lo fue por su capacidad de sacrificarse por un amigo. De su mano hicimos la navegación hacia una realidad adolorida, convertida por un director francés en una obra de arte.
Hacia otra Ítaca de donde no hay retorno se ha ido ahora Laurent Cantet. Pero, como el gran artista que fue, acá nos deja sus películas atrevidas e inquietantes y el ejemplo de sus virtudes: su curiosidad humana y su voluntad de comprender a los otros.