Rafael del Naranco: Una familia y una tierra

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El ruso Tchinguiz Aitmatov escribió, cuando el invierno era más crudo en las heladas tierras de los kirguises – el grupo de los turcos-mongoles dedicados a la vida pastoril en la Kirguizia – un texto corto llamado “Yamilia”, y al que yo comparo sin miedo al equívoco con “El prado de Bezhin” o “Kasian, el de las tierras bellas”, esplendorosos cuentos de Iván Turguéniev.

En “Yamilia”, según Louis Aragón, “no hay ni una sola palabra inútil, ni una frase que no halle su eco en el alma”.  Por ello el escritor francés la considera la más bella historia de amor del mundo, llegando a compararla con “Romeo y Julieta” de William Shakespeare, pero sin la guerra de los Montescos y los Capuletos en la Verona italiana.

A otros les trae recuerdos de la leyenda de la Edad Media “Tristán e Iseo”, de la que bebió Wagner para una de sus óperas.

La obra es la lucha de un amor, una familia y una tierra. Igualmente un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas. Es decir, el camino de la difícil felicidad humana en los tiempos del Soviet soviético.

En esa época la Rusia que hoy conocemos iba desde los Cárpatos a los Urales, con su tundra repleta de duros pinos, surcos negros, fértiles llanuras hacia el Sur para abrazar los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos, pues una nación, grande o pequeña, es en sí su propio entorno geográfico.

Cuando se alzó el Estado comunista  – olvidando por principios ideológicos al hombre de sangre y huesos -, había comenzado en cierta manera el  desmoronamiento del país. Se regresaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más, sentados a la derecha de Dios Padre desde el día en que Catalina II, Autócrata de Todas las Rusias, se juramentó como Emperatriz.

A partir  de ese entonces hasta  hoy, el problema es el mismo: los líderes del colectivismo creen tener la solución a los problemas perentorios del país, pero, mientras tanto, todo alrededor se corroe.

En Moscú, Yeltsin dejó paso nuevo zar Putin. El primero no pudo controlar la Duma (Parlamento); el segundo la maneja años y años concediendo prebendas, dachas y honores, moldeando la sociedad y su economía  al estilo de los  antiguos amos medievales.

La historia siempre regresa a ocupar su espacio. Los turistas occidentales no conocen a Yamilia, ni saben, o muy poco, de   Chinguiz Aitmátov. Y aún menos de Iván Turguéniev, Borís Pasternak, Mijaíl Bulgákov, Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva ni Isaak Bábel. Es decir, desconocen la podredura profunda y sola. La literatura no les alcanza. La Europa de la unión ha dejado de leer.

Rusia estando cerca, cada vez se halla más remota, mientra estruja con pánico y muerte malévola a Ucrania.

El amor de Yamilia, a modo y símbolo   de Antígona – divisa incuestionable de la mujer perseguida – se alza entre abedules escarchados, pinos resquebrajados, y ecos de voces heladas.

Mientras los vientos coagulados han levantado muros construidos de olvidos.

rnaranco@hotmail.com

 

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