Donald Trump no es exactamente Don Quijote, pero también tiene algo contra los molinos de viento. De hecho, la animadversión de Trump hacia la energía eólica es una de las obsesiones más extrañas de un hombre con muchas preocupaciones inusuales (como los inodoros y la laca para el pelo). A lo largo de los años, ha afirmado, falsamente, que los aerogeneradores pueden provocar cáncer, que pueden causar cortes de electricidad y que la energía eólica “mata a todos los pájaros” (los gatos y las ventanas les hacen mucho más daño). Ahora dice que, si gana en noviembre, el “primer día” emitirá una orden ejecutiva que frenará la construcción de parques eólicos marinos.
Trump afirma, sin pruebas, que esos parques eólicos matan a las ballenas; de todas formas, si creen que le importan las ballenas, tengo algunas acciones de Truth Social que quizá quieran comprar.
Pero dejando a un lado los molinos de viento en la mente de Trump, hay una historia más amplia aquí, una que va mucho más allá del expresidente: la extraordinaria mezquindad de muchas personas poderosas, y el peligro que plantea tanto para Estados Unidos como para el futuro del planeta.
En primer lugar, unas palabras sobre el viento. A lo largo de los últimos 15 años, hemos asistido a un avance revolucionario en la tecnología de las energías renovables; la idea de una economía basada en la energía solar y eólica ha pasado de ser una fantasía hippie a un objetivo político realista. No es solo que los costes de la generación de electricidad renovable se hayan desplomado; las tecnologías relacionadas, especialmente el almacenamiento en baterías, han avanzado mucho en la resolución del problema de que el sol no siempre brilla y el viento no siempre sopla.
Y aunque la energía renovable, como casi todo en una economía moderna, tiene algunas consecuencias medioambientales —sí, algunos pájaros se estrellan contra las turbinas eólicas—, estas consecuencias son minúsculas si las comparamos con el daño causado por la quema de combustibles fósiles, incluso si pasamos por alto el cambio climático y nos centramos únicamente en las consecuencias que tienen para la salud contaminantes como las partículas en suspensión en el aire y el óxido de nitrógeno.
Entonces, ¿por qué razón querría Trump bloquear un progreso tecnológico tan enormemente beneficioso? Sus motivos no tienen mucho misterio.
En primer lugar, está la codicia. Los productores de combustibles fósiles siguen siendo grandes contribuyentes a las campañas electorales y tienen un interés financiero en frustrar o retrasar las políticas que nos llevarán hacia la energía renovable. (Y eso parece prevalecer sobre cualquier preocupación sobre si sus nietos heredarán un planeta habitable). En una cena con ejecutivos petroleros en abril, Trump les instó a dar a su campaña 1.000 millones de dólares, a cambio de lo cual revertiría muchas de las políticas medioambientales del presidente Joe Biden.
Pero no es solo cuestión de dinero. La protección del medio ambiente, como casi todo, se ha visto envuelta en las guerras culturales. El pasado miércoles, el gobernador de Florida, Ron DeSantis, que ha despotricado contra los “concienciados” y recientemente saltaba a los titulares con una cruzada contra la carne cultivada en laboratorio, firmó una ley destinada a impedir que el Gobierno de su Estado —muy vulnerable al cambio climático, hasta el punto de que las aseguradoras están huyendo— tenga siquiera en cuenta la cuestión a la hora de elaborar las políticas.
Sin embargo, más allá de todo eso, la energía eólica es para Trump algo personal. Su odio a las turbinas parece remontarse a una disputa que tuvo hace más de una década con unos políticos escoceses a los que intentó intimidar para que cancelaran un parque eólico marino que, según él, estropearía las vistas desde un campo de golf de su propiedad. No consiguió bloquear el parque eólico, que, aparentemente, no ha perjudicado el valor de su propiedad. Pero da igual: su ego parece haber quedado herido. Y todo indica que está dispuesto a infligir considerables daños económicos y medioambientales para aplacar su orgullo ofendido.
Ojalá pudiera decir que esta dinámica es exclusivamente trumpiana. Pero no lo es.
El poder de la mezquindad plutocrática se puso de manifiesto durante los años de Obama, cuando muchos financieros acaudalados se sentían indignados con un presidente que no había hecho nada para merecerlo. Al contrario, había ayudado a rescatar a muchos de ellos de las consecuencias de una crisis financiera que ellos contribuyeron a provocar. Pero, de vez en cuando, se atrevía a decir que Wall Street había desempeñado un papel protagonista en la crisis y, en general, no parecía tratar a los banqueros ricos con la extrema deferencia que ellos consideraban que les correspondía.
Lo que los hombres que pueden permitirse cualquier cosa tienden a querer, más que dinero en sí, es adulación. Y cuando no la consiguen, con demasiada frecuencia se vuelven locos en lo que a política se refiere.
Hemos visto esta trayectoria en algunos de los señores de la tecnología de Silicon Valley, que siguen siendo increíblemente ricos, pero ya no son los niños mimados de la cultura que fueron en su día. El descenso de Elon Musk al territorio de la teoría de la conspiración ha sido más llamativo que el de la mayoría, pero no es, ni mucho menos, el único. Y parece probable que, en los próximos meses, una parte significativa de la élite tecnológica apoye a Trump.
De modo que, aunque Trump es el ejemplo más claro de alguien que hace de la política algo personal, no es el único que deja que los agravios leves guíen sus posiciones políticas. Y hasta los plutócratas que no tienen ningún interés en convertirse en presidentes pueden hacer mucho daño, porque el dinero compra poder. Sin embargo, es muy posible que Trump recupere la Casa Blanca. Y si lo hace, cuidado con las consecuencias que su frágil ego puede tener.