Luis Barragán: Partidos para la transición democrática

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Cursando todavía un proceso de descomposición o desintegración, el llamado es a la urgente reintegración social bajo la conducción de un liderazgo convincentemente político capaz de generar la confianza en un distinto consenso histórico. Realmente son pocos los preocupados y los expertos en transición que ahora soportan la desleal rivalidad de los transitólogos de ocasión, harto convencionales en la propia tarea de reflexionar la coyuntura.

El modelo partidista del presente siglo ha fracasado, escudado en un eufemismo de escasa imaginación: asociación con fines políticos, según el artículo 67 constitucional. Empero, ha prestado un enorme servicio al continuismo gubernamental, ostentándolo, como no lo imaginó ingeniero alguno de las más prolongadas dictaduras continentales.

Únicamente es viable el principal partido de gobierno y los secundarios que subsidia al confundirse con el Estado mismo, respecto a su dirigencia y los recursos políticos, materiales y simbólicos que lo privilegian, convirtiéndolo en un departamento más que en un partido, por lo menos, en términos rigurosamente conceptuales.  Un breve ejercicio sociológico dará cuenta de las entidades genuinamente opositoras, cuya interesadísima judicialización abre un prolongado y muy bien administrado suspenso respecto a su existencia, reaparición, desaparición, o toda una alquímica conversión a favor del oficialismo.

Impedida la renovación de sus autoridades por más de una década, procurando el anquilosamiento y asfixia de las instituciones, peor les ha ocurrido a los partidos que a los sindicatos, colegios profesionales y universidades públicas, vedado – sin excepción – el ejercicio de la democracia y discusión interna, por cierto, en beneficio de los reducidos grupos que creen controlarlos por siempre.  Y es que tan fácil y también trágica constatación, fuerza a todo partido de, en y para la transición, a reivindicar su entera y legítima naturaleza, muy alerta ante la anquilosis heredada que pueda afectar el inevitable oleaje democratizador, hundiéndolo cual embarcación de concreto armado, inamovible, como creemos ver en un viejo detalle arquitectónico.

Por lo pronto, inmediatamente después de superado parcial o completamente el actual orden de cosas, tres características esenciales pueden explicar al fundamental partido para la transición, apartando el hecho de que efectivamente logre insertarse o jugar un papel estelar en ella, emblematizándola.  De un lado, en el marco de una irreductible pluralidad que ha de esperar un buen tiempo para decantar e institucionalizar las nuevas fuerzas sociales y corrientes políticas más estables y persistentes, todas deben comprometerse en un esfuerzo y unas tareas comunes muy concretas que solamente admiten los conflictos agonales entre los diferentes factores comprometidos, auspiciando un liderazgo sobrio, convincente y competitivo, toda una perogrullada que evite el canibalismo político y tenga por empeño un urgentísimo y muy didáctico testimonio ético.

Frente al trillado y enfermizo antipartidismo que paradójicamente nos trajo al monopartidismo de la presente centuria, por otro lado, es necesario recuperar y actualizar una mínima cultura partidista que habló de actores, reglas, procedimientos, hábitos y otros elementos que ayudaron a compensar, equilibrar y resolver los efectos de la élite fundadora, cuyo natural y considerable sobrepeso ejercido, estuvo muy distante de la megalomanía de Chávez Frías que contaminó, reconozcámoslo, a importantes individualidades opositoras por todos estos años. Y, luego,  importa la redefinición de un programa común equivalente al desarrollo de un eficaz y dinámico centro político que autorice la modernización de las diferentes escuelas ideológicas capaces de darle una continuidad creadora a la experiencia democrática reinstalada en la presente centuria.

Encontrar una adecuada fórmula (multi)partidista y (multi)partidaria, obliga a una clara vocación dirigencial por el debate que demanda método y precisiones, concluyendo espontáneamente en certezas, exactitudes y aciertos: por ejemplo, principiando la década de los sesenta del veinte,  en un extremo, desde las páginas de “El Nacional”, Arturo Uslar Pietri insistió y defendió una política de más concesiones petroleras al mismo tiempo que, en el otro extremo, refutándolo, desde “Crítica Contemporánea”, Juan Nuño reiteró e igualmente argumentó la inmediata nacionalización de la industria. Ocurrió luego que la concertación puntofijista, maceró la política de no más concesiones que derivó en iniciativas, como la de la OPEP, a la vuelta de dos o tres esquinas indispensable y cónsona para las más específicas y sobrevenidas circunstancias, o la de  PDVSA, otrora experiencia exitosa.

 

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