Postergo el libro que estoy leyendo – “Memorias de Adriano” – de Marguerite Yourcenar, y a la reminiscencia llegan recuerdos de otra ciudad más lejana de esta Valencia mediterránea en la que forjo mi apaciguada existencia.
Lo recuerdo palmariamente cual si fuera ahora mismo.
Era una media mañana anunciando aguaceros. Los nubarrones formaban cúmulos oscurecidos. Los tilos alicaídos, y el arce, con sus anchas hojas hacía sombra a los castaños, que franqueaban el bulevar de la ciudad de Belgrado hacia el Parque Kalemegdan.
Entre las cornisas algunos mirlos. A bajo, los calmosos tranvías, con ese ruido tan propio que iban y venían en una ciudad entumecida, y lo hacían con el movimiento perezoso sobre el hierro viejo.
Ella estaba sentada en un banco como embelesada o perdida. Vestía un natural conjunto de raso azul, y sus hombros los cubría una chaquetilla de lana hecha a mano, de esas que ancianas mujeres venidas de los pueblecitos de las llanuras de las orillas del río Sava, entretejían permanentemente a la entrada de la fortaleza en el Parque de Kalemegdan.
Seguía siendo linda, preciosa. El rostro cristalino. Sus ojos, los mismos de antaño gozosos, de un verde marino. El apesadumbrado y meditabundo era yo. Regresaba a una ciudad toda recuerdos, esparcidos ahora entre las suturas del aliento.
Era innegable. Ninguno de los dos éramos ya los mismos, y sabíamos certeramente que ese encuentro sería el último. Y lo fue.
Tal vez encubiertamente haya narrado lo sucedido, pero hay reminiscencias que, como la brisa en las noches serenas y seducidas, retornan siempre a hurgar en el pasado.
La muchacha, igual a cántaro de agua para bocas con sed, se llamada Vera – el nombre más hermoso en lengua eslava – y penetraba en el claroscuro de mis amores, los mismos que si uno los roza, laceran amorosamente.
Nos sentamos en un bar a intentar reconfortarnos. Como en otras ocasiones, licor de guindas para los dos. Las despedidas dejan escozor en la membrana del ánimo.
Suele ser frecuente en las iglesias ortodoxas que los creyentes, con los dedos, palpen una y otra vez en sentido devoto, los ojos de los santos; dicen que da buena suerte y ayuda ante las graves enfermedades del alma, allí donde la querencia se guarnece.
Acerqué mis dedos a Vera y rocé sus ojos: “Para que no me olvides”. Ella hizo lo mismo con los míos humedecidos.
Era la hora de partir. Con el adiós dejaba una ciudad, un país y una querencia aún encendida.
A tomar en mi mano el hatillo de aquel día, lo supe de inmediato: había hecho el viaje idealizado y final a Samarkanda, la ciudad de las mil y una noches, dentro de mis ensoñaciones interiores aún vivas.