Rafael del Naranco: Palabras para Vera

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Postergo el libro que estoy leyendo –   “Memorias de Adriano” –  de Marguerite Yourcenar, y a la reminiscencia  llegan recuerdos de otra ciudad más  lejana de esta Valencia mediterránea en la que  forjo mi apaciguada existencia.

Lo recuerdo palmariamente cual si fuera ahora mismo.

Era una media  mañana anunciando  aguaceros. Los nubarrones formaban cúmulos oscurecidos. Los tilos  alicaídos, y  el arce, con sus anchas hojas  hacía sombra a los castaños, que franqueaban el bulevar de la ciudad de Belgrado hacia el Parque Kalemegdan.

Entre las cornisas algunos mirlos. A bajo,  los calmosos  tranvías, con ese ruido tan propio   que iban y venían en una ciudad entumecida, y lo hacían con el movimiento perezoso   sobre el hierro viejo.

Ella  estaba sentada en un banco como embelesada o perdida. Vestía un natural conjunto de raso azul,  y sus hombros los cubría una chaquetilla de lana hecha a mano, de esas que ancianas mujeres venidas de los pueblecitos de las llanuras de las orillas del río  Sava, entretejían permanentemente a la entrada de la fortaleza en el Parque de Kalemegdan.

Seguía siendo linda, preciosa. El rostro cristalino. Sus ojos,  los mismos de antaño gozosos, de un verde marino. El apesadumbrado y meditabundo era yo.  Regresaba a una ciudad toda recuerdos, esparcidos ahora entre  las suturas del aliento.

Era innegable. Ninguno de los dos éramos ya los mismos, y sabíamos certeramente  que  ese encuentro sería el último. Y lo fue.

Tal vez  encubiertamente haya narrado lo sucedido, pero hay reminiscencias que, como la brisa en las noches serenas y seducidas, retornan siempre a hurgar  en el pasado.

La muchacha, igual a cántaro de agua para bocas con sed,  se llamada Vera – el nombre más hermoso en lengua eslava –  y penetraba en  el claroscuro de mis amores, los mismos que si uno los roza,  laceran amorosamente.

Nos sentamos en un bar a intentar reconfortarnos. Como en otras ocasiones, licor de guindas para los dos. Las despedidas dejan escozor en la membrana del ánimo.

Suele ser frecuente en las iglesias ortodoxas  que los creyentes, con los dedos, palpen una y otra vez en sentido  devoto, los ojos de los santos; dicen que da buena suerte y ayuda ante las graves enfermedades  del alma, allí donde la querencia se guarnece.

Acerqué  mis dedos a Vera y rocé sus ojos: “Para que no me olvides”. Ella hizo lo mismo con los míos  humedecidos.

Era la hora de partir.  Con  el adiós dejaba una ciudad, un país  y  una querencia aún encendida.

A   tomar en mi mano  el hatillo de aquel día, lo supe de inmediato: había hecho el viaje idealizado y final a Samarkanda, la ciudad de las mil y una noches,  dentro de  mis ensoñaciones interiores aún vivas.

 

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