Como periodista necesito leer o escuchar nada más despertarme las noticias más recientes del mundo. Cuando quienes están a mi lado me preguntan con sorna cuáles son las “buenas noticias” del día, entiendo la ironía. Y más que ironía la constatación de que hoy en el mundo todo parece un desastre sobre todo de violencia, pero también de crisis de valores, del despertar de los viejos fascismos y de la corrupción de las democracias.
¿Habrá que volver a los tiempos de los periódicos solo de noticias buenas que acabaron fracasando? Tampoco es eso, pero quizás sea cierto que sobre todo con la llegada de las redes sociales y las nuevas tecnologías de difusión de las noticias se está agudizando, y a veces de forma hasta científica, ese prurito innato de lo catastrófico, de lo negativo frente a lo positivo. Cuanta más sangre, mejor. Cuanto más trágica la noticia, más vende.
Sin embargo, quizás nos estemos equivocando al creer que las noticias buenas, las que ensanchan el alma, los ejemplos de superación, los anhelos de paz y de justicia, ya no venden. Ello empieza a parecer cierto, ya que los grandes periódicos, que estaban siendo contaminados por las redes sociales con sus truculencias de cada día, empiezan a volver a la información positiva, a la luminosa, a la cultural, a la que ofrece esperanza. La gente empieza a cansarse de tanta violencia y crecen de forma asustadora las nuevas enfermedades psíquicas.
Tres días atrás conmovió en Brasil la noticia del muchacho de 17 años que mató con la pistola del padre a este, a su madre y a su hermana, sin arrepentimiento. A la policía, además de confesar el crimen, le dijo impasible que volvería a repetirlo si pudiera. Sí, un crimen más, pero la mayor parte de la información versó con detalles sobre el hecho. sin profundizar sobre las posibles motivaciones. Solo un periódico recordó que el muchacho había sido “adoptado”, sin ahondar en las causas reales.
Y es ese uno de los peligros de la información en estos tiempos en que ciertos tipos de violencia se están multiplicando y los medios no pueden ocultarla. Lo que sí falta en la mayoría de las veces es un análisis que profundice en los verdaderos motivos de ese aumento de la violencia, sea familiar o social, sobre todo entre los adolescentes y que recae con tanta fuerza contra las mujeres. Y si es cierto o no que especialmente entre los adolescentes la principal causa de violencia son los teléfonos móviles que les facilitan el acceso a juegos y escenas de violencia.
Según psicólogos y psiquiatras, lo que quizás esté fallando es, sin embargo, la falta de diálogo en las escuelas y colegios entre los educadores y los familiares para mejor entendimiento sobre ese recrudecimiento de violencia entre los jóvenes. De poco sirve dar a conocer los hechos sin intentar profundizar en sus causas, a sabiendas de que estamos en un momento histórico de transición. No sabemos a ciencia cierta a dónde y para qué, pero que el homo sapiens se ve acosado por la velocidad de la transformación de la vida social y personal es innegable. Basta pensar en la constatación de los nuevos gurús de la inteligencia artificial (IA) que llegan a imaginar máquinas que superen intelectualmente a los humanos.
Lo que quizás nos falte a todos en este cambio de época que aún ignoramos a dónde nos podrá conducir es la capacidad de entender las diferencias, los problemas y las apuestas a las que está expuesta la nueva generación que aún no ha vivido los horrores de una guerra mundial, pero que tiene que soportar, sin ayuda, la nueva e imparable revolución digital con todos sus pros y contras.
Lo mismo que las guerras mundiales del pasado dejaron durante años abiertas las heridas del cuerpo y del alma sufridas en los campos de batalla, es posible que las nuevas guerras tecnológicas, que además podrían ser tan nefastas como las guerras convencionales, dejen abiertas heridas difíciles de curar.
Esta pequeña reflexión sobre el aumento de violencia entre los adolescentes acuciados por las nuevas guerras tecnológicas que descomponen a veces el equilibrio físico, y sobre todo psíquico de los jóvenes —que nos resulta tan difícil analizar—, me ha hecho recordar la triste historia de un colega periodista cuando, antes de nacer este diario, yo trabajaba en la sección cultural de la RAI, la poderosa televisión italiana.
Me encargaron preparar una serie de reportajes sobre “la soledad del hombre moderno”, desde la del empresario de éxito hasta la de una prostituta que escondía su profesión a su familia. En el equipo de seis personas que recorrimos Italia en busca de experiencias de soledad para filmarlas, estaba un periodista mayor encargado de la organización de los viajes. El primer día en Milán, a la hora de la comida en un restaurante, me pidió si podía comer solo en una mesa separada. Era tremendamente tímido y parecía esconder algún problema íntimo e inconfesable.
Durante todo el viaje de 10 días, siguió comiendo en una mesa solo para él. De vuelta a Roma le pregunté a mi director de entonces si aquel colega tenía algún problema especial. Me dijo que no lo sabía pero que, por ejemplo, con su única hija con quien vivía en su casa no hablaban nunca, solo por teléfono cuando llegaba a la televisora.
No me conformé. Era un magnífico y servicial compañero. Un día le pregunté sin ambages aunque con delicadeza por qué su afán por estar solo. Confió en mí y me contó su historia: era, aunque nadie lo sabía, un sobreviviente del campo nazi de Auschwitz, del que consiguió huir. Me contó que una de las cosas que más le horrorizaban en el campo de concentración era estar siempre juntos, sin un minuto de soledad ni para hacer sus necesidades, y que desde entonces no conseguía estar en compañía. Su felicidad era la soledad. Logramos abrir un diálogo y hasta llegué a conocer a su hija, con la que solo hablaba por teléfono.