Están proliferando aceleradamente problemas mundiales que ningún país puede resolver por sí solo. La lista de dificultades que afectan a la humanidad independientemente de fronteras territoriales, marinas o espaciales, es larga y peligrosa. Son de distintos tipos, desde la amenaza que puede representar la inteligencia artificial hasta las duras realidades de un planeta que se va calentando aceleradamente, pasando por la proliferación nuclear, las migraciones, las pandemias, o la criminalización de los gobiernos. Muchos de estos problemas, como por ejemplo el de las migraciones descontroladas, han existido siempre. Otros, como el calentamiento global, no tienen precedentes.
Son problemas que o se resuelven a nivel global o no se resuelven. Si se resuelven, todos nos beneficiamos sin excluir a nadie. Si no se resuelven, todos nos perjudicamos, estemos dónde estemos.
Para enfrentarlos, entonces, hace falta que se produzcan a gran escala lo que los economistas llaman bienes públicos. Estos son bienes cuyo uso por un consumidor no excluye que otros también se beneficien. Un ejemplo común de esto es el de un faro que ilumina la costa, permitiéndole así a los barcos ver por dónde pueden navegar sin encallar. Varios barcos a la vez pueden así” consumir” los servicios del faro sin que estos se acaben.
Normalmente, son los gobiernos los que tienen que financiar y proveer los bienes públicos: las fuerzas armadas de un país, por ejemplo, les dan seguridad a todos sus habitantes y por eso son pagadas y organizadas por el gobierno. Pero a nivel global no hay gobierno. Entonces, ¿quién ha de proveer los bienes públicos globales?
Es un espinoso problema que admite pocas soluciones. Si un país es lo suficientemente poderoso para imponerle a sus ciudadanos y a otros países su sistema de gobierno se le llama “hegemónico”. Las potencias hegemónicas siempre han tenido interés en imponer el bien público más básico, que es el orden. Es lo que hicieron los romanos en el mundo mediterráneo hace 2.000 años y lo que hicieron los emperadores chinos en el vasto territorio asiático que controlaron.
Pero mantener la hegemonía es costoso y sus líderes tienden a ir perdiendo poder. Para evitar esa trampa, en el siglo XX los estadounidenses intentaron el multilateralismo, un sistema en que todos los países se asocian voluntariamente para el bien común, a través de organizaciones como las Naciones Unidas. Pero pronto se dieron cuenta que la competencia con la Unión Soviética haría inviable a ese modelo y por eso intentaron con el “minilateralismo.” Es un sistema en el cual una potencia dominante, como Estados Unidos arma una red de países fuertes que colaboran para proveer esos bienes públicos globales. La OTAN es un buen ejemplo de minilateralismo, manteniendo la paz y seguridad en el Atlántico norte a través de una colaboración militar estrecha entre aliados. El Fondo Monetario Internacional y muchos otros organismos del mismo tipo han servido para proveer bienes públicos globales entre países amigos.
Los resultados del minilateralismo han sido enormemente positivos: nunca tantos seres humanos habían vivido con tanta prosperidad y seguridad como lo han hecho bajo el minilateralismo promovido por EE UU. Entre 1945 y 2018, la pobreza absoluta a nivel global bajó del 55% de la población del planeta al 10%, al mismo tiempo que esa población se multiplicaba por cuatro.
Pero el minilateralismo solo es viable si los países que se alían para mantenerlo son lo suficientemente poderosos para imponerle su arreglo a los demás —y ese supuesto está cada vez más en entredicho. La agresión rusa contra Ucrania, apoyada por el poderío chino, es la prueba más evidente de lo vapuleado que está el sistema con el que veníamos contando para proveer bienes públicos globales— como la paz, por ejemplo. Los países que no aceptan y no confían en el liderazgo norteamericano son cada vez más numerosos y fuertes, y no están dispuestos a colaborar con el sistema que lidera Washington para seguir proveyendo esos bienes públicos globales.
El asunto es que todo esto ocurre justo cuando el mundo se encuentra en la necesidad de expandir dramáticamente su capacidad de proveer bienes públicos globales. La colaboración en materia ambiental, por dar un ejemplo, se va haciendo más y más apremiante justo cuando menor es nuestra capacidad de colaboración. En vez de colaborar para disminuir los riesgos que surgen de la IA, Washington y Pekín están en una carrera por crear cada cual un sistema más poderoso —y, en consecuencia, más peligroso— que el del rival. El andamiaje de acuerdos de control de armas nucleares que se había logrado construir entre Washington y Moscú se ha detenido por completo. El caos migratorio es mundial.
La demanda de bienes públicos globales esta disparada mientras que la oferta está estancada. Si nadie logra imponer algo de orden en el sistema internacional, inevitablemente reinará una peligrosa anarquía. @MoisesNaim
Están proliferando aceleradamente problemas mundiales que ningún país puede resolver por sí solo. La lista de dificultades que afectan a la humanidad independientemente de fronteras territoriales, marinas o espaciales, es larga y peligrosa. Son de distintos tipos, desde la amenaza que puede representar la inteligencia artificial hasta las duras realidades de un planeta que se va calentando aceleradamente, pasando por la proliferación nuclear, las migraciones, las pandemias, o la criminalización de los gobiernos. Muchos de estos problemas, como por ejemplo el de las migraciones descontroladas, han existido siempre. Otros, como el calentamiento global, no tienen precedentes.
Son problemas que o se resuelven a nivel global o no se resuelven. Si se resuelven, todos nos beneficiamos sin excluir a nadie. Si no se resuelven, todos nos perjudicamos, estemos dónde estemos.
Para enfrentarlos, entonces, hace falta que se produzcan a gran escala lo que los economistas llaman bienes públicos. Estos son bienes cuyo uso por un consumidor no excluye que otros también se beneficien. Un ejemplo común de esto es el de un faro que ilumina la costa, permitiéndole así a los barcos ver por dónde pueden navegar sin encallar. Varios barcos a la vez pueden así” consumir” los servicios del faro sin que estos se acaben.
Normalmente, son los gobiernos los que tienen que financiar y proveer los bienes públicos: las fuerzas armadas de un país, por ejemplo, les dan seguridad a todos sus habitantes y por eso son pagadas y organizadas por el gobierno. Pero a nivel global no hay gobierno. Entonces, ¿quién ha de proveer los bienes públicos globales?
Es un espinoso problema que admite pocas soluciones. Si un país es lo suficientemente poderoso para imponerle a sus ciudadanos y a otros países su sistema de gobierno se le llama “hegemónico”. Las potencias hegemónicas siempre han tenido interés en imponer el bien público más básico, que es el orden. Es lo que hicieron los romanos en el mundo mediterráneo hace 2.000 años y lo que hicieron los emperadores chinos en el vasto territorio asiático que controlaron.
Pero mantener la hegemonía es costoso y sus líderes tienden a ir perdiendo poder. Para evitar esa trampa, en el siglo XX los estadounidenses intentaron el multilateralismo, un sistema en que todos los países se asocian voluntariamente para el bien común, a través de organizaciones como las Naciones Unidas. Pero pronto se dieron cuenta que la competencia con la Unión Soviética haría inviable a ese modelo y por eso intentaron con el “minilateralismo.” Es un sistema en el cual una potencia dominante, como Estados Unidos arma una red de países fuertes que colaboran para proveer esos bienes públicos globales. La OTAN es un buen ejemplo de minilateralismo, manteniendo la paz y seguridad en el Atlántico norte a través de una colaboración militar estrecha entre aliados. El Fondo Monetario Internacional y muchos otros organismos del mismo tipo han servido para proveer bienes públicos globales entre países amigos.
Los resultados del minilateralismo han sido enormemente positivos: nunca tantos seres humanos habían vivido con tanta prosperidad y seguridad como lo han hecho bajo el minilateralismo promovido por EE UU. Entre 1945 y 2018, la pobreza absoluta a nivel global bajó del 55% de la población del planeta al 10%, al mismo tiempo que esa población se multiplicaba por cuatro.
Pero el minilateralismo solo es viable si los países que se alían para mantenerlo son lo suficientemente poderosos para imponerle su arreglo a los demás —y ese supuesto está cada vez más en entredicho. La agresión rusa contra Ucrania, apoyada por el poderío chino, es la prueba más evidente de lo vapuleado que está el sistema con el que veníamos contando para proveer bienes públicos globales— como la paz, por ejemplo. Los países que no aceptan y no confían en el liderazgo norteamericano son cada vez más numerosos y fuertes, y no están dispuestos a colaborar con el sistema que lidera Washington para seguir proveyendo esos bienes públicos globales.
El asunto es que todo esto ocurre justo cuando el mundo se encuentra en la necesidad de expandir dramáticamente su capacidad de proveer bienes públicos globales. La colaboración en materia ambiental, por dar un ejemplo, se va haciendo más y más apremiante justo cuando menor es nuestra capacidad de colaboración. En vez de colaborar para disminuir los riesgos que surgen de la IA, Washington y Pekín están en una carrera por crear cada cual un sistema más poderoso —y, en consecuencia, más peligroso— que el del rival. El andamiaje de acuerdos de control de armas nucleares que se había logrado construir entre Washington y Moscú se ha detenido por completo. El caos migratorio es mundial.
La demanda de bienes públicos globales esta disparada mientras que la oferta está estancada. Si nadie logra imponer algo de orden en el sistema internacional, inevitablemente reinará una peligrosa anarquía.
@MoisesNaim