Paul Krugman: El hedor de la negación del cambio climático

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Puede que esto les parezca un poco raro, pero cuando pienso en mis años de adolescencia, a veces los asocio con un leve olor a aguas residuales. Cuando estaba en el instituto, mi familia vivía en la costa sur de Long Island, donde pocas casas estaban conectadas al alcantarillado. La mayoría tenían fosas sépticas, y siempre parecía haber alguna desbordada en algún lugar en la dirección en que soplaba el viento.

La mayor parte del condado de Nassau acabó teniendo alcantarillado. Pero muchos hogares estadounidenses, sobre todo en el sureste, no están conectados al alcantarillado, y cada vez hay más fosas sépticas desbordadas, a una escala mucho mayor que la que yo recuerdo de mi vagamente maloliente ciudad natal, lo cual es repugnante y también una amenaza para la salud pública.

¿Cuál es la causa? El cambio climático. The Washington Post informaba la semana pasada de que “el nivel del mar ha subido al menos 15 centímetros desde 2010″ a lo largo de las costas del Golfo y del sur del Atlántico. Puede que esto no parezca mucho, pero hace que se eleve el nivel de las aguas subterráneas y aumenta el riesgo de que se desborden las fosas. La incipiente crisis de las aguas residuales es solo una de las muchas catástrofes que podemos esperar a medida que el planeta continúe calentándose, y no está ni mucho menos entre las primeras de la lista. Pero me parece que ilustra de forma gráfica dos puntos. En primer lugar, es probable que los daños del cambio climático sean más graves de lo que incluso los pesimistas han tendido a creer. En segundo lugar, la mitigación y el ajuste —que van a ser necesarios, porque seguiríamos abocados a grandes efectos climáticos incluso si tomáramos medidas inmediatas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero— serán mucho más difíciles, como cuestión política, de lo que deberían ser.

Sobre el primer punto: calcular los costes del cambio climático y, en relación con ello, los costes que imponen los contaminadores cada vez que emiten una tonelada más de dióxido de carbono requiere fusionar los resultados de dos disciplinas. Por un lado, necesitamos que los físicos calculen cuánto calentarán el planeta las emisiones de gases de efecto invernadero, en qué manera cambiarán los patrones meteorológicos, y otras cosas por el estilo. Por el otro lado, necesitamos que los economistas calculen de qué manera afectarán estos cambios físicos a la productividad, los costes sanitarios y demás.

De hecho, hay una tercera dimensión: el riesgo social y geopolítico. ¿Cómo haremos frente, por ejemplo, a millones o decenas de millones de refugiados climáticos? Pero no creo que nadie sepa cuantificar esos riesgos.

En cualquier caso, el aspecto físico de este cometido parece muy sólido. Por supuesto, durante décadas ha habido una campaña destinada a desacreditar la investigación sobre el clima y, en algunos casos, a difamar a científicos del clima a título individual. Pero si uno se aleja de las calumnias, se da cuenta de que la climatología ha sido uno de los grandes triunfos analíticos de la historia. Los climatólogos predijeron correctamente, con décadas de antelación, un aumento sin precedentes de las temperaturas mundiales.

El aspecto económico del esfuerzo parece más dudoso. Y no es porque los economistas no lo hayan intentado. De hecho, en 2018, William Nordhaus recibió un Nobel en gran medida por su trabajo en “modelos de evaluación integrados” que intentan unir la ciencia del clima y el análisis económico.

Sin embargo, con el debido respeto —se da la casualidad de que Nordhaus fue mi primer mentor en economía—, hace tiempo que me preocupa que estos modelos infravaloren los costes económicos del cambio climático, porque muchas cosas en las que uno no pensaba podrían salir mal. La perspectiva de que parte de Estados Unidos quede inundada por las aguas residuales no estaba en mi lista. En los últimos estudios se observa una tendencia a elevar las previsiones sobre los daños del cambio climático. La incertidumbre sigue siendo enorme, pero es de suponer que las cosas serán aún peor de lo que pensábamos.

Entonces, ¿qué vamos a hacer al respecto? Incluso si tomáramos medidas drásticas para reducir las emisiones ahora mismo, muchas de las consecuencias de las emisiones pasadas, como aumentos del nivel del mar mucho mayores de los que hemos visto hasta ahora, ya están, por así decirlo, asumidas. Así que vamos a tener que tomar una amplia gama de medidas para mitigar los daños, entre ellas la ampliación de los sistemas de alcantarillado para limitar la creciente marea de, bueno, lodo.

¿Pero tomaremos esas medidas? Al principio, el negacionismo climático tenía que ver con los intereses de los combustibles fósiles, y hasta cierto punto, sigue siendo así. Pero también se ha convertido en un frente en la guerra cultural, con políticos como Ron DeSantis de Florida que por lo visto han decidido que hasta el mero hecho de mencionar el cambio climático es cosa de progres.

Ahora imaginemos la colisión entre esa clase de política y la urgente necesidad de un gasto público considerable en todo, desde diques hasta sistemas de alcantarillado, para limitar el daño climático. Un gasto de esa envergadura requerirá casi con toda seguridad nuevos ingresos fiscales. ¿Cuánto creen que tardarán en consentirlo los guerreros culturales de la derecha?

Por eso, estoy muy preocupado por el futuro del clima. Probablemente no haremos lo suficiente para limitar las emisiones. El presidente Joe Biden ha hecho mucho más que cualquiera de sus predecesores, pero sigue sin ser bastante, y Donald Trump ha prometido a los ejecutivos petroleros que, si gana, revocará gran parte de lo que ha hecho Biden. Aparte de eso, es poco probable que hagamos lo suficiente para limitar los daños.

En resumen, no es difícil ver algunos desenlaces terribles en un futuro no muy lejano, incluso antes de que llegue la catástrofe global total. Se avecinan cosas malas, y ya estamos empezando a olerlas.

Premio Nobel

 

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