Hace 400 años —es decir, allá por 2016—, los chistes políticos del momento decían que Donald Trump era el único adversario al que Hilary Clinton podía ganar, aunque luego resultó que Hilary Clinton (mi deprimente elección) era el único adversario al que Donald Trump podía ganar. Era un pelotón de fusilamiento circular, de solo dos personas, en el que el único que queda en pie se convierte en líder del mundo libre.
La cosa no debería terminar así en la apuesta presidencial, a todo o nada, de este año. Ninguno de esos dos viejos abuelos titubeantes e inestables debería ser capaz de ganar a nadie. Los votantes proclaman abiertamente, y por razones convincentes, que no les gusta ninguno de los dos. Uno y otro son demasiado viejos como para que se pueda pronosticar que terminen la legislatura. Ninguno de los dos habla con coherencia más de la mitad de las veces. Uno es un poquito fantasioso con la verdad y al otro parece que nunca le importa. Los dos han ido acabando implacablemente con adversarios más jóvenes y mejores. Desde los puntos de vista personal, ideológico, temperamental, moral y conductual no pueden ser más dispares. Sin embargo, volvemos a encontrarnos en la misma situación. La chapucera maquinaria política estadounidense ha impuesto su voluntad para que únicamente estos dos parezcan los mejores candidatos para representar a nuestra mítica ciudad en la colina.
A medida que aumenta la angustia (esto no puede estar pasando, nos decimos), oigo con más insistencia que, llegue quien llegue a ser presidente, es probable que haya una guerra civil. En ambos bandos hay ciudadanos que admiten estar “atemorizados”. Pero yo no me lo tomo en serio. Los estadounidenses, a los que nunca se les ha dado bien expresar sus sentimientos, suelen ser torpes al manifestar la incomodidad, y estos días son especialmente proclives a los extremos retóricos. Además, la guerra exige sacrificios, y a los estadounidenses eso no se les da nada, pero nada bien. Pensamos que gozar de una inalterable tranquilidad interna es una derecho incuestionable. En mi opinión, si la gente está realmente atemorizada, será con el miedo que se siente ante una película de terror o jugando a Resident Evil 4. Solo se trata de pintar demonios en la pared para activar algo parecido a una preocupación real. Ni siquiera en lugares como Youngstown, Ohio, donde habita esa “generación perdida” de antiguos trabajadores siderúrgicos en paro, resulta fácil imaginarse que alguien se lance contra su vecino en el patio de casa.
Evidentemente, Joe Biden, a pesar de sus deméritos, debería poder llevarse estas elecciones de calle. Si hubiera justicia… vale, vale, no tenemos que llevar las cosas hasta ese punto. Pero, incluso con un Congreso y un Tribunal Supremo tan atolondradamente hostiles, en sus tres años Biden ha hecho una labor más que meritoria. El empleo está al alza y la inflación a la baja. El presidente ha atenuado la sofocante deuda estudiantil futura. Ha reducido la contaminación de las centrales térmicas alimentadas con carbón. Ha aprobado la Ley de Reducción de la Inflación que topa el precio de los medicamentos no cubiertos por las aseguradoras para las personas mayores. Ha conseguido financiar la ayuda a Ucrania. No fue de los que peor gestionó la pandemia. Llegó incluso a negociar con los dos partidos una ley migratoria cuya aprobación Trump acabó echando por tierra. Y quizá lo más relevante sea que, cualquiera que se plantee cómo va a ser su vida en EE UU, podrá imaginarse bastante bien, a partir de lo que Biden ha hecho, qué es lo que va a hacer. Es una “entidad conocida”, algo que antes tenía sentido. Pero ahora la mitad de nosotros piensa que eso es un poquito aburrido.
Lo cual no quiere decir que todo haya ido sobre ruedas. La prolongada y embotada incapacidad de Biden para presionar a los israelíes para que apliquen un alto el fuego y pongan fin a la catástrofe humanitaria en Gaza amenaza con simbolizar todas las carencias de su presidencia, entre las que, por cierto, no se incluye ni el fallo sobre el aborto en el caso Dobbs, ni la ausencia de una ley eficaz de control de armas, ni la retirada de Afganistán. El origen de todos esos desastres es anterior a él.
Cuidado, tengo que destripar el desenlace: voy a votar al presidente Biden, siempre que, para cuando lleguen las elecciones, todavía pueda mantenerse en pie y hablar. Antes que a Donald Trump, votaría a un chimpancé. No obstante, cuando solo faltan cinco meses para las elecciones y cuando puede que Trump vaya un folículo piloso naranja por delante, vale la pena dedicar cinco minutos a preguntarse por qué a Joe Biden, a pesar de sus logros, le está costando mantener el nervio de su campaña.
En última instancia, gran parte de las especulaciones sobre el éxito o el fracaso de los aspirantes a cargos electos arrojan conclusiones realistas y desalentadoras sobre el electorado. Todavía más en el caso de Estados Unidos, donde cosas como la gestión de los problemas reales, la atención a las consecuencias y el hecho de sopesar realmente lo que puede ser bueno para todo el mundo las desbaratan empalagosos conceptos de mercadotecnia, algo que convierte a candidatos vivos, de carne y hueso, en personajes de historieta.
El problema de Biden, para aquellos a los que no les gusta, e incluso para algunos a los que sí, es que quiere presentarse, él y su candidatura, como la suma de su bien archivada experiencia vital. Nos promete que obtendremos lo que vemos, ni más ni menos. Parece que eso es una virtud. La estrategia de Trump es bastante parecida, solo que Trump miente sin parar a la vista de todos y espera que a nadie le importe.
Parece que Biden sí quiere que nos importe, lo cual, a primera vista, se antoja una maniobra peligrosa, porque, cuando algo nos importa, podemos ser víctimas de los cínicos simplistas que nos rodean; además, esa actitud da por hecho que quien se preocupa sabe adónde le lleva siempre esa actitud, hacia el bien, y que todos queremos ser mejor de lo que somos; es decir, comprender, sopesar las cosas de manera justa y captando su complejidad, interesarnos por los demás y hacer poco daño, en el buen entendido de que nadie es perfecto y de que en el camino siempre habrá sobresaltos. Todo esto no equivale exactamente a afirmar que la marca Biden se basa en la integridad. Pero casi.
La cuestión es que el otro bando piensa: “Sí, claro. Pero la integridad, la búsqueda de un equilibrio, la complejidad, todo eso lleva mucho tiempo”. Un buen ejemplo de ello es el discurso, bastante suplicante, que Biden lanzó al país con ocasión de las últimas protestas en campus universitarios de todo el país. Con cuidado y paciencia, el presidente puso todo su empeño en buscar cierto equilibrio (de nuevo esa expresión) entre la libertad de expresión de los ciudadanos y la exigencia de una sociedad civil que no quiere permitir que se demonice a otros por su fe. Es mucho más fácil y rápido adoptar la postura del señor Trump: primero detenemos y deportamos a gente, luego, o nunca, nos ocupamos de las cuestiones de detalle. Y lo mismo le pasa a la forma que tiene Biden de afrontar el espantoso punto muerto en el que se encuentra el conflicto israelí-palestino: una diplomacia penosa, gradual, que trata de encontrar un equilibrio entre la comprensión de la justificable sensación de agravio e indignación israelí y la atención a las tumbas de inocentes bebés gazatíes. Y ¿cuál es la desvirtuada actitud de Trump? “Hazlo de una vez”. La ley del oeste. Donde mejor resulta es en la televisión, que es precisamente donde Trump está orquestando su campaña, incluso desde la sala de un tribunal.
Ahora la derecha está bastante segura de que conoce al viejo Joe Biden, de que ya ha visto a gente como él, demasiado humana. Es un tipo confuso, siempre hecho un lío. Blando. Pegado a los hechos. Lento. El tranquilizador en jefe. Débil. Un fiasco. ¿Acaso no había prometido que no se volvería a presentar? Pero aquí está, tan sediento de poder como los demás. En una ocasión se opuso a los derechos reproductivos de las mujeres, ahora suponemos que ha “evolucionado”. Y ¿qué pasa con la hija ilegítima del réprobo de su hijo, que Joe y su mujer Jill no llegaron a reconocer hasta que no tuvieron más remedio? ¿Es que Biden no miente también? Vale, es humano. Pero, ¿es que realmente queremos a otro ser humano que no sea mejor que nosotros? Además, no es gracioso, por lo menos no a propósito. Trump sí lo es. Si Biden va a basar su candidatura en su forma de ser, la derecha no se fía de esa marca. A los derechistas ni siquiera les gusta mucho cómo son ellos mismos.
Con su nerviosismo habitual, los eruditos demócratas dicen con frecuencia que Biden no está logrando trasmitir su mensaje. Parece que no puede aprovecharse de sus propios logros, que no consigue que su partido de tres al cuarto salga del letargo y comience a ver a qué se enfrenta. Y la verdad es que hablar de Trump es mucho más ameno, mucho más divertido, que hablar de Biden. Todas las conversaciones sobre las elecciones parecen girar en torno a lo que dice Trump. Recibe mucha más atención. El desgarbado Joe no parece despertar pasiones. En esta ocasión ya no hay margen de error. Así que, si no hablan de ti, lo más probable es que no estén pensando en ti.
Parece que salta a la vista que, si no puedes trasmitir tu mensaje, y tu mensaje es bueno, aunque complicado, el problema es, o bien el mensajero, o bien el público. Ya he dicho lo que tenía que decir sobre el primero, pero seguimos teniéndolo ahí. Seguimos teniendo a esos dos tremendos vejestorios.
¿Y su público estadounidense? Bueno, bueno, ya lo sé. A buena parte de los consumidores de elecciones del país algo les dice que no tiene nada de raro que el exfiscal general William Barrr anuncie que no se debería permitir que Donald J. Trump se acerque al Despacho Oval y que, al mismo tiempo, ese hombre tan temperamental tenga intención de votar a Trump en noviembre. Al electorado estadounidense algo le dice que la Guerra Civil, la de verdad, no tuvo que ver con la esclavitud; que un ataque violento, a la vista de todos, contra la capital del país, en realidad no fue más que una visita guiada, y que a una mujer a la que viola y deja embarazada su hermano gemelo la ley debe obligarla a tener ese hijo. Si no se descubre nada más antes de las presidenciales de este año, lo que todos veremos es que un buen número de compatriotas está deseando zafarse de la realidad. Para ellos es una posibilidad embriagadora, que uno mismo casi puede sentir. Y no es porque crean en algo especialmente importante, es porque piensan, sin más, que tienen derecho a volverse majaretas. Cada vez que hay un tiroteo masivo en Estados Unidos, en alguna esquina algún ciudadano juicioso da un paso al frente y dice: “Nosotros no somos así”. El problema es que muchos estadounidenses sí creen que son precisamente así.
Me gustaría no pensar que Biden va a perder. Me llenará de dicha equivocarme. Pero hay indicios. Es una mala señal que estas elecciones sean un partido de revancha y que no tengamos ni mejores ideas ni mejores candidatos; es preocupante que nuestro vecino del sur ya se esté preparando para la presidencia de Trump; que Mike Johnson, un presidente de la Cámara de Representantes bastante tonto, se presente en el juicio por fraude contra Trump que se celebra en Nueva York para “apoyarlo”. No me gusta la sensación que recorre Estados Unidos: que la única forma que tenga mi candidato de demostrar su valía es esperar a que su oponente siga demostrando lo espantoso que es. Eso no está bien, ¿verdad? ¿Acaso estamos apelando a lo mejor de nosotros mismos? La democracia no debería funcionar así. O ¿es que simplemente me estoy volviendo a equivocar de nuevo? (el País, 7 de junio, 2024)
Novelista estadounidense, y ganador en 2016 del Premio Princesa de Asturias. Su último libro publicado en España es Sé mía (Anagrama). Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.