Paul Krugman: No hay que obsesionarse con la deuda pública

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El Gobierno de Estados Unidos tiene una deuda de más de 34 billones de dólares. ¿Sabían que nuestro Gobierno debe 34 billones de dólares? ¡Hablamos de 34 billones de dólares! Cada vez que escribo sobre política económica, recibo muchos correos y muchos comentarios preguntándome básicamente por qué no hablo más de la deuda nacional. Así que pensé que podría ser útil explicar cómo veo la cuestión de la deuda pública y por qué no ocupa un lugar preponderante en mis preocupaciones.

En concreto, permítanme hacer tres observaciones. En primer lugar, aunque 34 billones de dólares es una cifra muy elevada, da mucho menos miedo de lo que muchos imaginan si se sitúa en un contexto histórico e internacional. En segundo lugar, en la medida en que la deuda es una preocupación, hacerla sostenible no sería en absoluto difícil en términos de economía pura y dura; es casi enteramente un problema político. Por último, los que afirman estar profundamente preocupados por la deuda son, con demasiada frecuencia, unos hipócritas; el nivel de su hipocresía raya a menudo en lo surrealista.

¿Hasta qué punto asusta la deuda? Es una cifra alta, incluso si excluimos la deuda que es básicamente dinero que una rama del Gobierno debe a otra; la deuda en manos de los ciudadanos sigue rondando los 27 billones de dólares. Pero nuestra economía también es enorme. Hoy en día, la deuda como porcentaje del PIB no es algo sin precedentes, ni siquiera en Estados Unidos: es aproximadamente la misma que al final de la Segunda Guerra Mundial. Es considerablemente inferior a la cifra que se registra en Japón en estos momentos y muy inferior al coeficiente de deuda del Reino Unido al final de la Segunda Guerra Mundial.

Pero, ¿acaso no ha habido muchas crisis de deuda en la historia? Bueno, casi todas las crisis de deuda que he podido encontrar en la historia implicaban a un país que se endeudaba en la moneda de otro, lo que lo hacía vulnerable a una crisis de liquidez cuando los prestamistas, por la razón que fuere, huían hacia las salidas y el país no podía imprimir efectivo para pagarles hasta que se calmara el pánico. De hecho, la crisis del euro se disipó rápidamente después de que Mario Draghi, entonces presidente del Banco Central Europeo, dijera cuatro palabras —”lo que haga falta”— que daban a entender que el banco proporcionaría efectivo a las naciones deudoras sometidas a presiones.

El único ejemplo claro que conozco de una crisis nacional provocada por una deuda elevada contraída en la propia moneda del país es el de Francia en 1926, y esa historia es extremadamente complicada. Así y todo, hasta muchos de los que no creemos que el nivel actual de deuda vaya a provocar una implosión financiera y económica, no podemos evitar sentirnos un poco intranquilos ante los pronósticos que muestran un aumento constante de la deuda como porcentaje del PIB a lo largo de los próximos 30 años. Por tanto, ¿qué habría que hacer para disipar esta inquietud?

Tengan en cuenta que los gobiernos, a diferencia de los particulares, nunca tienen que pagar su deuda. ¿Cómo pagamos la deuda de la Segunda Guerra Mundial? No lo hicimos. La deuda federal cuando John F. Kennedy asumió el cargo era ligeramente superior a la de 1946. Pero la deuda como porcentaje del PIB había descendido mucho, gracias al crecimiento y a la inflación.

Entonces, ¿qué haría falta para estabilizar la deuda como porcentaje del PIB durante los próximos 30 años? Bobby Kogan y Jessica Vela, del Centro para el Progreso Estadounidense, trabajando con cifras de la Oficina Presupuestaria del Congreso, calculan que tendríamos que aumentar los impuestos o recortar el gasto en un 2,1% del PIB. Eso no es mucho. Estados Unidos recauda un porcentaje mucho menor de su PIB en impuestos que la mayoría de los demás países ricos; recaudar dos puntos porcentuales más no cambiaría el hecho de que somos un país de impuestos bajos y es improbable que perjudicara a la economía. Si estabilizar la deuda parece difícil, es solo porque, con lo dividida que está nuestra política, hasta los pasos más pequeños hacia la responsabilidad son extremadamente difíciles de dar.

Y por política profundamente dividida me refiero sobre todo a los republicanos, que proclaman los males de la deuda al tiempo que aplican políticas que ponen la sostenibilidad fiscal a largo plazo aún más lejos de nuestro alcance. En un análisis relacionado, Kogan y Vela estiman que prorrogar permanentemente las rebajas fiscales de Trump de 2017 empeoraría considerablemente las perspectivas fiscales. Sin embargo, es difícil encontrar republicanos en el Congreso que se opongan a dicha prórroga.

Y lo que es aún peor, los republicanos de la Cámara de Representantes presionan para recortar drásticamente el presupuesto del Servicio de Impuestos Interno (IRS), lo que privaría a este organismo de los recursos que necesita para tomar medidas enérgicas contra los ricos que defraudan impuestos. Es decir, al tiempo que vociferan por el déficit presupuestario, pretenden recortar los impuestos e intentan bloquear los esfuerzos para recaudar los tributos que los estadounidenses de altos ingresos deben conforme a la ley actual.

De modo que el problema es la política —y más concretamente, la política de derechas— y no el tamaño de la deuda.

Lo que explica por qué no hablo más de la deuda. Estados Unidos, con su enorme economía y sus impuestos relativamente bajos, no se enfrenta a un problema fundamental de sostenibilidad fiscal. Con voluntad política, podríamos resolver los problemas de deuda con bastante facilidad. En la medida en que la deuda constituye un problema, es un reflejo de la disfunción política, principalmente de la radicalización del Partido Republicano. Esa radicalización me preocupa profundamente por varias razones, empezando por el destino de la democracia. La deuda federal no es ni mucho menos una de las primeras de la lista.

Premio Nobel de Economía © The New York Times, 2024.

 

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