En la orilla de una playa del Atlántico se me acerca un vendedor de collares de cuenta y casi con vergüenza le señalo que no estoy interesado en comprarle. Con gran agilidad, me pone un collar contra el mal de ojo en el cuello, me coloca otro pequeño en la mano, y me regala un inmenso collar para mi esposa. Le explico que no tengo dinero para pagarle y asombrosamente me responde que lo sabe y que no debo cancelar nada. -Usted es un buen hombre-, me dice con un acento pronunciado, mostrando solo media docena de dientes a través de su sonrisa.
– ¿Por qué me dice que soy un buen hombre? – le pregunto con curiosidad y sin vacilaciones.
Como si hubiese ensayado la respuesta, contesta:
-Porque es la única persona que no me ha despreciado.
“Seguramente nos volveremos a ver y podrá pagarme”, me dijo cuando le señalé que no sólo no tenía plata, sino que mi avión partía en horas. Salí de la isla con una agradable sensación de sorpresa. Un señor arrugado y notablemente avejentado nos había regalado unas prendas sin esperar a cambio nada material. Imagino que ese desconocido estará satisfecho con saber que no me olvido una deuda y menos de una buena acción. Ya habrá tiempo para devolverle su gesto.
En ocasiones, en mis viajes, pareciera que lo que ocurre fuese una puesta en escena de una obra de teatro que se va repitiendo una y otra vez, hasta el infinito. Lo que me asombra es que, haciendo una depuración de las experiencias vividas, la generosidad tiende a triunfar, lo cual no deja de parecerme raro.
“Tal vez, creo, me parece o puede ser.” Son términos que me agradan. Disminuyen la dureza de una frase y dan pie a la posibilidad de aceptar como premisa que lo que pensamos y decimos no sea categórico, sino que se trata de una verdad a medias o una fatua mentira. Incluso se crea una paradoja, porque si decimos Tal vez, creo, me parece o puede ser con convicción y honestidad, la frase adquiere una claridad y convencimiento que puede remontar lo real.
Escribir, lejos de parecerme algo que requiere un esfuerzo, se asemeja un poco con la acción del vendedor de collares, que no sabe si iban a ser de mi agrado, pero me los obsequia con una convicción total. Imagino que de eso se trata la relación que uno establece con las demás personas, incluyendo la que se genera con quien puede leer este texto…creo.
Del gesto o el detalle, incluso de lo mínimo, de un punto, es donde se logra construir. Se pueden generar entramados, laberintos y castillos que se suceden uno tras otro, como en los complejos residenciales populares. De lo inmediato y preciso es de donde parte lo trascendente y universal. Cuando se trata de construir una secuencia de palabras que den sentido a lo que pensamos, no deja de ser prudente el permitirle un espacio a lo aparentemente absurdo, a la ceguera de escuchas y sordera de miras. Los callejones sin salidas pueden preceder amaneceres.
La isla es tranquila y plácida. Precisamente eso nos recuerda que por acá pasan vientos y corrientes marinas pronunciadas. El equilibrio entre la pequeñez de la tierra en donde descansamos contrasta con la inmensidad del mar. Del Pacífico al Atlántico el cambio es tan desmedido que hasta se modifican los colores. Los mares, lejos de ser un gran conjunto, se convierten en una de muchas posibilidades. No existen los azules del Pacífico en estas aguas tranquilas. Aparecen tonos verdes que hacen de la gama de colores un asunto rudimentario. Hay colores que ni siquiera los puedo describir, porque creo que no los había visto antes. El viaje, bien sabido, es en realidad un recorrido que incluye hasta la distorsión de la percepción de los sentidos. Los absolutos se van diluyendo, haciendo que imaginación y realidad pierdan los límites y confluyan en un mismo lugar y a la vez en ninguna parte.
Una vez, en un pueblo inventado, de gente inventada, se le ocurrió a uno de sus habitantes escribir una historia sobre la gente que le rodeaba, que en realidad no existía. La cuestión no pudo ser más grave cuando todos a quienes nombraba en su obra, se dieron cuenta de que la persona que los había creado no era real. Por un asunto relacionado con derechos de autoría, los habitantes del pueblo inventado demandaron al autor que se dedicaba a escribir sobre ellos, quienes estaban conscientes de su propia inexistencia y de la inexistencia del autor. El caso fue muy sonado y comentado en las redes sociales hasta que el hombre que escribía puso fin a su vida, haciendo que tanto él, como quienes le rodeaban desaparecieran, dejando doblemente aclarado que ni él ni quienes le rodeaban habían existido. Se desconoce la razón por la cual la noticia sigue circulando en las redes, toda vez que esa realidad jamás existió. Un reconocido historiador parece estar detrás de todo esto.
Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano – alirioperezlopresti@gmail.com – @perezlopresti