El afán de consumo o consumismo podría asociarse a cierta falacia que hace creer al hombre que es feliz si compra y que es libre si puede comprar. Por cierto, sobre este espejismo se sustentó en gran medida el diálogo ideológico más importante del siglo XX. El mundo capitalista afirmó su superioridad ante el mundo socialista en la medida en que pudo oponer ante éste una ética consumista auspiciadora de falsas formas de felicidad y de falsas formas de libertad. La única y torpe respuesta del mundo socialista totalitario fue la razón de su fuerza militar, de su poderío tecnobélico. Espantosa contradicción entre una superabundancia de misiles y la interminable carencia de todo lo demás. Largas colas de gente hambrienta buscando qué comer y qué vestir, junto a la mortífera grandilocuencia de misiles atómicos llamativamente presentes en cada nuevo aniversario de la Revolución Soviética.
Misiles y hambre: la fuerza junto a la debilidad, el poder conviviendo con la flaqueza, la potestad de la destrucción junto a la incapacidad de la construcción; todos absurdos rostros de la deshumanización, grotescas parodias de los viejos ideales del sueño socialista.
Frente a ese sueño terminado, el dinamismo del Mercado y la verdad del consumo eran la gran respuesta de Occidente.
Las principales naciones occidentales producen. Interminable y desesperadamente, producen. Se sienten seguras en medio de la abundancia, o de la apariencia de abundancia. La producción de numerosísimos objetos de vida efímera les otorgan, acaso, una ilusión de felicidad y de plenitud.
Posesión de lo fugaz y cultura de lo desechable: ninguna sociedad ha generado tanta basura como las ricas sociedades industriales de Occidente. La basura es un revelador signo de la prosperidad. Tanto más excretas, tanto más consumes. Montañas y montañas de desechos se acumulan convertidas en patéticos símbolos de la riqueza.
En el proceso, una nueva modalidad ha comenzado a diferenciar la basura de las naciones ricas de la basura de las naciones pobres: las primeras están en capacidad de producir desechos más peligrosos. Basura originada en muy sofisticados sistemas de producción de riqueza. Detritus de la abundancia: radioactividad, químicos altamente contaminantes… ¿Resultado? Un nuevo intercambio comercial según el cual algunos países ricos han llegado a pagar a los países pobres para que éstos reciban los desechos tóxicos.
Las naciones ricas excretan y las naciones pobres cobran por recibir sus deyecciones: nueva modalidad de la opresión económica y nueva modalidad, también, de la injusticia. En las grandes soledades tercermundistas, en los espacios vírgenes de las naciones del sur, hay suficiente espacio todavía para recibir la mierda de las naciones ricas del norte. Los países pobres han terminado por asumir, así, el más patético de los roles imaginables: el de letrina de los países ricos.
Igualmente, el signo del consumo se relaciona con una estética del deterioro que ha impuesto, en nuestro tiempo, el arte de lo desechable. Multiplicación de objetos que nacen para una rápida obsolescencia, creaciones artísticas que conceptualizan sólo el deterioro y lo deteriorable.
Una estética tradicional había impuesto el criterio de que la belleza, entre otras cosas, radicaba en la perennidad del objeto bello que traducía para siempre la revelación de un instante privilegiado. Ahora, el instante desaparece tan rápidamente como la obra que lo expresa. Imagen y realidad se hacen igualmente vagas e inaprensibles. El ahora es tan deleznable como el objeto que lo encarna.
Además, el arte se desvanece o se degrada convertido en moda, fervor temporal, tendencia pasajera. La originalidad de hoy es la producción en serie de mañana. El hallazgo de hoy es el aburridísimo gesto de mañana. Un arte del ahora se detiene cada vez más en lo pequeño, en lo ingenioso, en lo mínimamente intrascendente y lo multiplica hasta la saciedad. El arte recrea, en fin una de las verdades de nuestros días: la de lo momentáneo y lo circunstancial traducido en espejismos de falsa perpetuidad.