El domingo, 9 de junio, la lista de Reagrupamiento Nacional (RN) ganó las elecciones europeas en Francia por un amplio margen. Este resultado confirma la cristalización de las fracturas geográficas, sociales y culturales. Pero yo creo que, más que de “fracturas”, ya hay que hablar de un verdadero cisma, un cisma cultural entre las clases medias y trabajadoras y “el mundo de arriba”, el de las clases integradas o altas. Como reacción ante ese cisma, Emmanuel Macron acaba de decidir la disolución de la Asamblea. Su estrategia es sencilla y pretende aprovechar la extrema polarización del debate: socialdemocracia o fascismo. Ahora bien, jugar con la extrema derecha es una apuesta arriesgada.
Hace justo 40 años, a un aprendiz de brujo llamado François Mitterrand se le ocurrió sacar a la extrema derecha de la caja en la que estaba para estorbar a sus rivales. El 12 de febrero de 1984 (un año orwelliano), Jean-Marie Le Pen, presidente de un grupúsculo de ultraderecha que no representaba más que al 0,74% del electorado, participó en el programa político más visto de la época. Fue la primera vez que desarrolló sus tesis en horario de máxima audiencia, ante millones de telespectadores. Cuatro meses más tarde, el Frente Nacional hizo su irrupción nacional, con el 10,95% de los votos en las elecciones europeas. Mitterrand acababa de inventar la máquina de matar a la derecha.
Varias décadas después, otro aprendiz de brujo tuvo una idea todavía más radical: eliminar a la competencia a izquierda y derecha enfrentándose en solitario a la extrema derecha. La estrategia tuvo éxito y, en 2017, Emmanuel Macron se impuso holgadamente a Marine Le Pen con el 66% de los votos. Cinco años después, en 2022, repitió: perfiló su campaña, ignoró a los rivales de derecha e izquierda y se centró en la candidata de RN. Como era de esperar, la que se preveía como perdedora cayó derrotada, pero la diferencia se redujo de forma considerable. Con el 42% de los sufragios y 13 millones de votantes, la candidata de extrema derecha obtuvo un resultado impresionante. Otros 13 millones de personas se abstuvieron y dos millones optaron por votar en blanco. En definitiva, 28 millones de franceses, es decir, el 58% del electorado, consideraron que la extrema derecha ya no era un peligro. Esta es la posibilidad de mayoría en la que se basa actualmente la dinámica de RN. Y, al tiempo que ha obtenido un resultado histórico para el partido en las elecciones europeas, las encuestas también consideran posible una victoria de Marine Le Pen en las presidenciales de 2027. Con la solidez de su base popular asegurada, RN está conectando ahora con grupos de población que antes no estaban a su alcance, como los altos cargos y, sobre todo, una novedad: nada menos que los jubilados. En este grupo de edad, base del electorado macronista, es en el que se va a disputar verdaderamente la elección para la presidencia. Así que, en contra de lo que pensaba Emmanuel Macron, y François Mitterrand antes que él, la extrema derecha ha dejado de repeler como antes. La criatura se le ha escapado al sistema. RN está en condiciones de obtener una mayoría de votos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Para empezar, hay que señalar que este empuje populista no debe absolutamente nada al “talento” de los dirigentes de RN (ni al activismo de sus miembros, que es casi inexistente). Los populistas contemporáneos no son demiurgos, sino profesionales de la mercadotecnia. Su fuerza no consiste en convencer a las masas ni mucho menos en guiarlas, sino, por el contrario, en adaptarse y dejarse llevar por un movimiento existencial. Ese movimiento, autónomo e impulsado por el poderoso sentimiento de desposesión social y cultural de las clases medias y trabajadoras, es imparable. Puede adoptar la forma de una protesta social (gorros frigios, chalecos amarillos, campesinos), pero no se puede programar ni manipular. Es un movimiento que nunca ha dejado de reactivarse y rearmarse, cada vez que hay una reforma, un referéndum o, en este caso, unas elecciones europeas; ¿y ahora en las elecciones legislativas?
Desde hace décadas, los populistas se han limitado a seguir la corriente, dejarse llevar por los vientos de ese movimiento social y adaptarse en cada instante a las demandas sociales y culturales de la mayoría. A su éxito ha contribuido el hecho de que los demás partidos, preso cada uno de su electorado, su ideología y sus estrategias, no han comprendido los motivos de fondo de ese descontento.
En este contexto, la estrategia de Emmanuel Macron de renunciar y dejar a la extrema derecha los temas que dan votos a Reagrupamiento Nacional ha ido demasiado lejos. Al negarse a tomar en serio diversas cuestiones que están entre las que más preocupan a los franceses, como la inseguridad (física y cultural), los flujos migratorios, la defensa del Estado del bienestar y el soberanismo, Macron empuja inexorablemente a muchos de ellos en brazos de RN. Esta extremaderechización de la realidad contribuye a encerrar a los poderosos en sus ciudadelas (las metrópolis) y en una base electoral que ya no está formada más que por los jubilados y las clases altas. El confinamiento geográfico y cultural ha creado una fractura antropológica radical entre los habitantes de las grandes ciudades y las clases trabajadoras y medias que viven en la Francia periférica. Y es en esa Francia de las ciudades pequeñas y medianas y de las zonas rurales donde cada vez es más precaria una “clase media” sujeta desde hace 30 años al mayor plan social de la historia y donde está el caldo de cultivo electoral de los populistas.
Esta división contribuye de manera fundamental al voto de Reagrupamiento Nacional. En Francia, como en toda Europa, el populismo se nutre de la formación de burbujas geográficas y culturales que no se hablan entre sí y que están debilitando la democracia en todos los países occidentales porque radicalizan el debate público sobre la cuestión de los límites.
Las nuevas clases urbanas, sin ningún interés por el bien común y seguidoras del modelo neoliberal, son la encarnación de una burguesía egoísta que ensalza el individualismo y la cultura del “sin restricciones”. Grandes beneficiarias de un modelo neoliberal que ha pulverizado toda noción de control, creen que todo es posible, que lo que es bueno para ellas es bueno para la humanidad y, en ese sentido, que la idea de unos límites comunes es un impedimento, un retroceso para su libertad individual.
Las clases trabajadoras, por el contrario, apartadas de esa burbuja cultural y geográfica y debilitadas por el modelo económico y cultural, exigen cierta regulación. Quieren unas barreras que impidan ampliar el espacio del mercado y del individualismo. Y esta exigencia cada vez más frecuente de límites culturales, sociales y económicos por parte de los más humildes es, en toda Europa, el combustible de los partidos populistas.
Ahora que es evidente un nuevo auge populista, resulta verdaderamente sorprendente la resignación de una parte de las clases dirigentes ante el punto de inflexión político que se avecina y la estrategia de alto riesgo del presidente. Este fatalismo es sintomático de una forma de nihilismo que se extiende peligrosamente entre las clases altas occidentales. Hoy ya no parece que la esperanza venga “de arriba”; ni de la clase política, ni de los intelectuales, ni mucho menos todavía de los ideólogos. Esta realidad debe servirnos de aviso y, sobre todo, obligarnos a ver las demandas de la gente corriente no como un problema, sino como una solución. El movimiento existencial de las clases trabajadoras y medias, impulsado por el instinto de supervivencia y el deseo de preservar el bien común, es también una reacción frente al nihilismo que viene de arriba.
Igual que el príncipe Mishkin afirmaba, en El idiota de Dostoievski, que “la belleza salvará al mundo”, ¿no es hora de decir que la “decencia común” (otra vez Orwell) es la que salvará a las sociedades occidentales?