La hoja de ruta para la paz está fracasando antes de nacer. Anunciada por Joe Biden como si fuera una iniciativa de Israel el pasado 31 de mayo, tiene todo el apoyo internacional que hace falta, incluso de los países del G-7 y del Consejo de Seguridad, donde Estados Unidos votó a favor de la tregua por primera vez. Contó con el acuerdo inicial de Hamás, bajo presión de Egipto y Qatar. Como todo en una región tan turbulenta, a las dos semanas ni Israel ni el grupo terrorista están por la labor, ocupados, como siempre, en seguir matándose y a la vez endosar el fracaso de las negociaciones al adversario.
El plan tiene tres fases, de seis semanas cada una. En la primera se declararía un alto el fuego, aunque todavía provisional. El ejército israelí se retiraría de las áreas habitadas. Un grupo de rehenes —niños, mujeres, ancianos y algunos ciudadanos estadounidenses— serían canjeados por centenares de prisioneros palestinos. Los gazatíes regresarían a sus barrios, incluso al norte de la Franja. Entrarían 600 camiones de ayuda humanitaria al día.
Israel y Hamás negociarían durante esta fase la transición hasta la siguiente, cuando el cese de hostilidades devendría definitivo. Si la primera fase terminaba sin acuerdo, el alto el fuego se mantendría mientras proseguían las negociaciones. En la segunda quedarían en libertad todos los rehenes, incluyendo los soldados, y el ejército israelí se retiraría de la Franja entera. En la fase final, la guerra se daría por terminada y empezaría la reconstrucción.
El primero en tomar distancias no fue Hamás, sino Benjamín Netanyahu. El plan solo pasó por su gabinete de guerra, donde estaba Benny Gantz, el rival político que acaba de abandonar el Gobierno. No contaba, en cambio, con el acuerdo de sus ministros más extremistas, que solo quieren la victoria total, aplastar a Hamás y ocupar la Franja para siempre, aun a costa de una guerra sin fin. El primer ministro sabe que mientras la guerra prosiga no caerá el Gobierno. Le interesa seguir al menos hasta dar la oportunidad a Donald Trump para que alcance de nuevo la presidencia.
Hamás está de acuerdo con la hoja de ruta, pero es absoluta su desconfianza, acrecentada por la reciente liberación de cuatro rehenes a costa de centenares de muertos y heridos gazatíes. De ahí las garantías que exige para que Israel no aproveche la liberación de los rehenes civiles y ataque a sus jefes en los túneles sin atender a las condiciones del acuerdo. Sabe que el Gobierno israelí está dispuesto a sacrificar a sus soldados secuestrados a cambio de la liquidación de la dirección militar de Hamás, su verdadero objetivo.
Los jefes de las milicias islamistas también han dado suficientes muestras de la escasa consideración en la que tienen sus propias vidas, las de sus familiares y las de los gazatíes. Si salen vivos de esta, tal como ha sucedido en otras ocasiones, exhibirán la matanza, la liberación de los prisioneros y la salida de las tropas israelíes como una victoria histórica. Podrán así reclamar para Hamás un lugar en la organización del futuro palestino. Es exactamente lo que nadie quiere admitir en el actual Gobierno de Israel, que también necesita anotarse una victoria definida como total para restaurar la disuasión israelí y a la vez degollar la reivindicación del Estado palestino. Así es como se va alejando la paz cuando parecía tan cerca y se alimenta una guerra sin fin a la vista. Todos quieren poner fin a la guerra, menos los dos contendientes, que solo desean la derrota política del enemigo.