El discurso de los voceros opositores, en especial (pero no exclusivamente) el de la derecha más radical, insiste mucho en que al arribar al poder van a restablecer el respeto a la autoridad y con ello, el orden y el imperio de la ley. Pero… ¿tiene ese segmento político moral para ello?
Como lo hemos practicado a lo largo de los anteriores siete capítulos, revisemos en este (que cierra la serie) los dichos y los hechos de estos factores partidistas y mediáticos en los 25 años en los que han desempeñado ese rol de opositores.
El argumento “sharpiano” de la desobediencia civil
La misma oposición que promete restablecer el respeto a la autoridad es la que ha desconocido a todas las instituciones y funcionarios a lo largo de un cuarto de siglo.
Al hacer un recuento histórico puede afirmarse que todo comenzó en 1999 con las invocaciones a la desobediencia civil dirigidos a las clases medias condicionadas por incesantes campañas de los entonces muy poderosos medios de comunicación.
El formato de ese tipo de protesta lo marcó la rebeldía de esa clase media contra la autoridad del Ministerio de Educación, reflejada en el lema “con mis hijos no te metas”, afincada en temores absurdos como que las niñas y los niños iban a ser convertidos en “pioneritos cubanos” y que se despojaría a la familia de la patria potestad.
Esa modalidad de “desobediencia civil” es parte de los manuales estadounidenses de golpe de Estado suave, cuyo emblema es el autor Gene Sharp. Se trata de una perversión de las genuinas luchas de resistencia pacífica que se han registrado en el mundo, siempre protagonizadas por pueblos oprimidos que se rebelan contra imperios y oligarquías. Sharp se dedicó a transformar ese tipo de protestas en mecanismos para lo opuesto: derrocar a gobiernos populares y restaurar el dominio de las clases económicamente privilegiadas y del imperialismo.
La reacción de la “sociedad civil” contra las legítimas autoridades del Ministerio de Educación fue replicada rápidamente en otras esferas de la vida nacional, espesando el caldo de la conspiración contra el gobierno del comandante Hugo Chávez. La misma horma sirvió para que los autodenominados “meritócratas” de Petróleos de Venezuela se alzaran contra el presidente designado por el Ejecutivo nacional, Gastón Parra Luzardo, una acción inédita que, en cualquier otra circunstancia, especialmente en el sector privado, habría implicado el despido automático y sin apelación de todos los gerentes insurrectos.
La plantilla de la desobediencia civil se convirtió en el eje de las grandes movilizaciones que comenzaron en 2001 en contra de las 49 leyes aprobadas por el Ejecutivo mediante el procedimiento habilitante (decretos con fuerza de ley) y que tomaron el vigor de un deslave en los primeros meses de 2002, hasta los sucesos del 11 de abril.
El desacato a la normativa jurídica se hizo cotidiano. El presidente de la poderosa Federación Nacional de Ganaderos (Fedenaga), José Luis Betancourt, no dejó espacio para la interpretación cuando convocó una rueda de prensa para romper la Gaceta Oficial en la que apareció la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario. Ese gesto de violencia (física y simbólica) fue aplaudido a rabiar por la maquinaria mediática alineada en contra del gobierno.
La desobediencia mediática
Esa maquinaria fue la gran difusora de la tesis del derecho de la sociedad civil a no acatar leyes ni decisiones del gobierno. No solo lo hizo a través del discurso predominante, sino también con acciones directas. La más clara fue la negativa de las televisoras privadas de sumarse de manera plena a la cadena nacional ordenada por la Presidencia la tarde del 11 de abril. Las plantas televisivas, protagonistas evidentes del golpe de Estado, optaron por dividir sus pantallas y presentar simultáneamente la alocución del presidente y lo que estaba pasando en las afueras del palacio de Miraflores.
Los medios impresos no se quedaron a la zaga. El diario El Nacional, el más beligerante de todos, lanzó una edición extra para ser difundida en las movilizaciones masivas, con su célebre titular: “La batalla final será en Miraflores”. Más que el encabezado de una noticia, aquello fue una instrucción para los manifestantes, un desafío abierto a la autoridad del Estado que no había otorgado permiso para una marcha hacia el centro de la ciudad.
El gran festín de la insubordinación
El 12 de abril, la desobediencia de la clase media se transfiguró en la instauración de una dictadura de las clases dominantes, a tal punto que el presidente provisional fue nada menos que Pedro Carmona Estanga, el líder de la cúpula patronal Fedecámaras, cubil de la burguesía nacional, con profunda raigambre en el capital extranjero.
El desconocimiento no se circunscribió a la figura de Chávez, sino que abarcó a los poderes Legislativo, Judicial, Ciudadano y Electoral, y a los niveles de gobierno regional y municipal. Para hacer tal maroma jurídica, se dejó sin efecto la Constitución Nacional aprobada en referendo.
A los funcionarios que se resistieron a entregar sus cargos los privaron de libertad, incluso teniendo fuero parlamentario, como ocurrió con el actual fiscal general, Tarek William Saab, entonces diputado por Anzoátegui. Además, se decretó una especie de temporada de cacería de líderes chavistas, aupada (nuevamente) por el aparato mediático privado.
¿Puede una clase política que llevó a cabo este aquelarre contra la institucionalidad emerger ahora como los encargados del rescate del respeto a la autoridad?
Olas guarimberas
En lo que va de siglo, la oposición ha planificado y desarrollado tres olas de disturbios callejeros a los que se bautizó con un nombre sacado de un juego infantil: la guarimba. Se trata de otro de los tantos recursos propuestos por Sharp en su manual de insurrecciones.
La primera ola fue en 2004, y surgió principalmente en los municipios gobernados por alcaldes opositores. Los medios de comunicación, una vez más bien orquestados, se encargaron de presentar los pequeños focos de violencia como si fueran grandes manifestaciones de alcance nacional.
Obviamente, era otra manera de desairar al gobierno nacional, quebrantando derechos ciudadanos como el de libre tránsito. Asimismo, alimentaba el mantra opositor de ese tiempo, que era “la calle sin retorno”, el propósito de una gran manifestación nacional en la que gente estaría manifestando “hasta que Chávez se vaya”.
En 2014, la guarimba vino con más ferocidad. Se le llamó “La Salida” porque pretendía sacar al gobierno cuando no había cumplido ni siquiera un año en el poder. Costó al menos 43 vidas, aunque en esa cifra no se contabilizan las de los enfermos y heridos que no pudieron ser atendidos oportunamente debido al cierre de calles y avenidas.
En 2017, la estrategia de derrocar al gobierno mediante cruentas protestas en las calles alcanzó un nivel superlativo. Fueron cuatro meses de destrucción de bienes públicos, asesinatos viles (el más destacado, el de Orlando Figuera, pero hubo más), se pasó largo de los cien fallecidos, en su mayoría jóvenes que se enfrentaron de manera violenta a los cuerpos de seguridad del Estado, muchos de ellos portando armas de fabricación casera y no pocos bajo los efectos de sustancias estupefacientes provistas por los “líderes” de la revuelta.
En este deplorable episodio de la historia reciente, la oposición pretendió pisotear el respeto a la autoridad que ahora se empeña en rescatar. El estandarte de esta ola de motines fue el escatológico invento de las puputovs, frascos llenos de excrementos humanos que los manifestantes lanzaban contra la Guardia Nacional Bolivariana y la Policía Nacional Bolivariana para humillar a los efectivos y provocar su respuesta represiva.
Este tipo de acciones es sencillamente inconcebible en cualquiera de los países que acá las promovieron y aplaudieron. En algunas de esas naciones, perpetrar una afrenta tal contra agentes del orden habría implicado gravísimas penas de prisión, por decir lo menos.
El irrespeto constante al árbitro
Sobre los permanentes ataques de la oposición al Poder Electoral versó una de las entregas anteriores de esta serie. Pero al analizar el tema desde el ángulo del pregonado restablecimiento del respeto a la autoridad, es necesario volver sobre ese aspecto.
Las elecciones han sido la fuente de legitimidad del proceso político bolivariano desde 1998. El chavismo conquistó la base popular que antes se habían repartido Acción Democrática y Copei, y con ella logró el objetivo del cambio constitucional de 1999. Al verse sin ese poderoso sustento, el statu quo desplazado (esos viejos partidos y las clases dominantes) junto a las nuevas organizaciones de la derecha optaron por torpedear la vía del sufragio.
Una de las primeras acciones fue crear un Consejo Nacional Electoral paralelo, Súmate, una empresa privada bajo la apariencia de ONG, que debía cumplir el objetivo de certificar una mayoría electoral opositora inexistente.
Se van a cumplir 20 años de la falsa denuncia de fraude relativa al referendo revocatorio ganado por Hugo Chávez en agosto de 2004. Los acusadores habían prometido pruebas para las siguientes 24 horas, pero ya han pasado alrededor de 175.000 horas y no ha aparecido el primer indicio.
A lo largo de estas dos décadas, la oposición ha pretendido desconocer al CNE de modos diversos: absteniéndose de participar en elecciones (2005, 2017, 2020) o cuestionando los resultados, salvo cuando han obtenido victorias nacionales (2007, 2015) o regionales y locales.
El desconocimiento de la autoridad del Poder Electoral no se ha superado, a pesar de que en el presente proceso electoral están participando los factores que antes declaraban que “dictadura no sale con votos”. Sigue latente y amenaza con reciclarse después del 28-J.
El desacato
Desde su victoria electoral de 2015, la oposición pretendió usar la Asamblea Nacional como bastión de su empeño en cambiar al gobierno por una vía extraconstitucional. En 2016, el presidente entrante del Parlamento, Henry Ramos Allup, prometió que sacaría de Miraflores al presidente Nicolás Maduro en un plazo máximo de seis meses.
No estuvo ni siquiera cerca de lograrlo, pero la AN controlada ampliamente por la oposición entró en una fase de pugna contumaz con el Ejecutivo, obligando a constantes intervenciones de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia para dirimir los conflictos entre poderes.
En vista de que la AN asumió el papel de obstáculo impenitente de la gestión gubernamental, el TSJ terminó por declararla en desacato, generando una situación inédita que se subsanó parcialmente a partir de agosto de 2017 con la entrada en funciones de la Asamblea Nacional Constituyente.
La oposición se negó a participar en las elecciones para la ANC y luego desconoció todas las medidas y designaciones hechas por este cuerpo deliberante.
Se superan a sí mismos: el gobierno interino
Todas las acciones de desconocimiento de la autoridad legítima llevadas a cabo por los factores opositores entre 2001 y 2018 quedaron pálidas ante lo ocurrido a partir de 2019. Ese año se produjo la versión aumentada del festín de abril de 2002.
La Asamblea Nacional comenzó a batir las marcas previas al aprobar el Estatuto para la Transición, un bodrio jurídico que superó por mucho al ya infame decreto de Carmona Estanga.
También se produjo la autojuramentación como presidente de la República, en una plaza de Caracas, de un diputado desconocido, Juan Guaidó, una farsa de clara matriz estadounidense, que recibió el respaldo de una gran comparsa internacional.
Bajo la misma lógica, la AN opositora había designado un tribunal supremo paralelo, mientras el pseudogobierno de Guaidó nombró canciller, embajadores y un falso procurador de la República, José Ignacio Hernández, que —para colmo de cinismo— había sido el abogado de la empresa canadiense Crystallex, la misma que encabezó la querella contra Citgo.
Prevalidos del apoyo de Donald Trump y de los gobernantes derechistas encompinchados en el Grupo de Lima, los opositores organizaron una operación que implicaba desconocer a las autoridades fronterizas (policiales, militares, aduaneras y sanitarias) de Venezuela para ingresar una supuesta ayuda humanitaria. Al no conseguirlo, la mediática global acusó falsamente al gobierno venezolano de haber quemado los camiones. Luego se demostró suficientemente que los guarimberos y paramilitares fueron quienes, desde el lado colombiano, causaron el siniestro.
Fracasado ese intento, la ultraderecha volvió al viejo libreto del golpe de Estado clásico, con apoyo (en los planes, al menos) de altos oficiales. Al bufonesco acto del distribuidor Altamira, presentado como “toma de la base aérea La Carlota”, concurrieron no sólo los dirigentes fachos, sino también varios del ala supuestamente moderada.
En 2020, los mismos fallidos golpistas de los Plátanos verdes, firmaron un contrato para invadir Venezuela con mercenarios, paramilitares y desertores, una operación que, evidentemente, implicaba someter, por la vía violenta, a los cuerpos militares y policiales y a cualquier civil que opusiera resistencia.
¿En qué universo ocurre que quienes han creado gobiernos paralelos y han intentado todas estas salidas de fuerza estén ahora prometiendo que restablecerán el respeto a la autoridad?
Hoy: promesa de una justicia transicional
El colofón de este aparatoso viaje por el desconocimiento de las atribuciones legales de todos los poderes constitucionales viene a ser una todavía difusa promesa electoral que ha enunciado el candidato-tapa Edmundo González Urrutia: la justicia transicional.
Este planteamiento —uno de los pocos que el abanderado nominal ha formulado— anuncia que, de llegar al gobierno mediante elecciones, la derecha que él encarna no va a dudar en volver a su plan original: desconocer todas las otras autoridades del país, declarar nulas las decisiones tomadas por ellas hasta ahora y deshacer el orden constitucional vigente.
Como conclusión general de toda esta serie de artículos, podemos dejar un viejo refrán: “El lobo pierde el pelo, pero no las mañas”.