Rodolfo Izaguirre: El Puma, una historia peruana

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¡Viajé ese año a Lima en obligatoria misión de la Cinemateca venezolana! Ya había estado antes en ocasión del estreno mundial de una película de Hollywood que se refería a los japoneses y resultaba ser Perú (¡también Brasil!) un país con notoria colonia japonesa. De manera que ya conocía el libro de Sebastian Salazar Bondy, Lima la horrible, 1964, sobre sus desigualdades sociales y espejismos coloniales, es decir, una escalofriante radiografía social, cultural y hasta política del Perú. Siempre pensé que el discurso de un aventurero como Hugo Chávez se equivocaba al ser dirigido hacia nosotros porque debió haber estado dirigido a países como Ecuador o Perú, más quebrantados que el venezolano. Recuerdo a José Ignacio Cabrujas cuando me comentó que había sido invitado a un festival de teatro o de cine en el ámbito cultural de algún desolado país del Lejano Oriente.  «Es el Perú más lejos donde he ido», dijo.

En aquella primera vez me mostraron la Lima colonial de la que hablaba Salazar Bondy y, cocida bajo tierra, gusté la pachamanca como la preparaban los incas, y en esta segunda visita fui invitado a cenar en casa de una distinguida dama de alto nivel social, benefactora y conocedora de cine, dueña de una mansión de primera línea con mayordomos e impecables invitados de mucha calidad intelectual.

¡Quedé gratamente encantado con los invitados! Se habló de Flaubert, de Tristan Tzara, de Rilke, de Murnau, de Ingmar Bergman, del expresionismo alemán, el neorrealismo italiano y la nouvelle vague, pero también, ¡y mucho! sobre la desinformación y nula distribución que desde entonces abruma a las cinematografías de Latinoamérica.

Todos quedaron algo atónitos o perplejos cuando dije que conocía al peruano Emilio Adolfo Westphalen y me referí a los destellos surrealistas de su poesía. Me lucí mencionando con propiedad a César Moro, a Carlos Oquendo y recordé a Vallejo: «…es domingo en las claras orejas de mi burro, de mi burro peruano del Perú, perdonen la tristeza».

Solo uno de ellos, de barba recortada y anteojos recordaba a Vicente Gerbasi. Al menos, todos sabían quién era Teresa de la Parra, Gallegos, habían leído Doña Bárbara y pronunciaban con respeto los nombres de Uslar Pietri, de Mariano Picón Salas, de Guillermo Meneses; habían visto en festivales algunas películas venezolanas y algo conocían de la reciente historia política venezolana. ¡Por educada prudencia no mencioné a Salazar Bondy!

Ya sentados a la mesa y en medio de la amena conversación, el más joven de los invitados mirándome a los ojos dijo con cierto tono despectivo, como si se refiriera a algo banal, indeseable o intrascendente: «¡Un compatriota suyo llenó el estadio!».

(Para que se sepa: el Estadio Nacional de Lima, fundado en 1927, tiene un aforo de 40.000 espectadores).

Detuve el bocado de blinis con caviar antes de que llegara a mi boca y pregunté perfectamente asombrado: «¿Un compatriota?» «Sí». respondió el invitado. «Uno que se hace llamar El Puma, un cantante popular», pero lo dijo con tanto desgano, con tanta altiva frivolidad que me disgustó. No me cuesta mucho hacerme el tonto y respondí: «¡No debe ser nada fácil llenar un estadio! Al Maracaná, en Río de Janeiro, con capacidad de 200.000 espectadores, solo lo han llenado el Papa, Frank Sinatra y Alcides Ghiggia, el delantero montevideano protagonista del Maracanazo que en 1950 asestó el célebre gol que convirtió a Uruguay en campeón del mundo».

Y acentuando aún más una fingida inocencia, pregunté a aquellos conocidos intelectuales y poetas: «¿Alguno de ustedes ha llenado el estadio?»

Y fui yo quien llenó el pesado pero molesto y agraviado silencio que ocupó no solo el amplio y espléndido comedor sino a la propia mesa tan bellamente servida con copas de cristal y vajilla francesa, mantel de hilo bordado a mano y candelabros ingleses de plata, y aproveché para mentir y afirmar sin escalofríos ni pudor alguno que yo conocía al Puma; que éramos amigos; lo que no era verdad porque aunque lo admiro y respeto jamás he visto en persona a José Luis Rodríguez, cantante, actor, productor de televisión y empresario musical, y gracias a personas chismosas que se alimentan de las desdichas ajenas solo me enteraba de sus dificultades matrimoniales con Lila Morillo, llamada la octava estrella de la bandera porque las revistas del corazón cuando no tenían nada atractivo que poner en sus portadas mostraban invariablemente la imagen de Lila. También era cantante y se hizo notar porque la operaron quirúrgicamente en varias ocasiones y dijo una vez: «¡Me han abierto más que a un libro!».

¡Y mentí descaradamente! Fue un ciego impulso que me enfrentó a aquellos sofisticados pero notables intelectuales peruanos que despreciaban a un cantante venezolano, según ellos vulgar y de arrastre popular, pero capaz de llenar un estadio.

«El Puma es amigo mío de los baños turcos», seguí mintiendo. «Allí, todos andan medio desnudos con solo un pañito como taparrabos, pero después de saber, gracias a ustedes, que a su paso va llenando los estadios, la próxima vez que lo vea en lugar de estrecharle la mano estrecharé lo que lleva entre las piernas».

¡No volvieron a invitarme, pero me dije que Salazar Bondy tenía razón!

 

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