Los mitos son metáforas que describen el cosmos y que describen, sobre todo, a los hombres que, dentro del cosmos, se esfuerzan por describirlo. En tiempos remotísimos, fue la creación de dioses todopoderosos, siempre impredecibles e implacables. Mucho después sería el turno de la diosa Razón: propugnadora de utopías definitivas y porvenires inequívocos. Hoy, nuestros días construyen nuevas deidades nacidas, principalmente, de la urgencia de propósitos de supervivencia para la Humanidad.
El tiempo es tiempo. Pasa. Sucede. Lo poblamos con nuestros hechos y nuestras ilusiones. Vamos convirtiéndolo en porvenir posible o porvenir frustrado, en vitalidad de espacios o en temor ante la visión de espacios condenados.
De muchas maneras, el imaginario de nuestros días dice que se está cerrando un ciclo. Que nos adentramos hacia distintas edades para las cuales los hombres deberemos inventar nuevas respuestas junto a las cuales continuar orientándonos dentro del tiempo.
El paulatino silencio de Dios derivaría en la divinización del progreso, esa ilusión perversa a la que Baudelaire, a fines del siglo pasado, llamó “fanal oscuro”, “patente sin garantía de la naturaleza o de la Divinidad”, “fanal pérfido”… Hoy, definitivamente muerto el dios progreso, el ser humano necesita erigir nuevos mitos relacionados con lo mejor de su condición humana. Mitos que acerquen cada vez más estrechamente ética, imaginación y Razón.
Por la Razón, continuaría abierta para los hombres la puerta del siempre necesario sentido común: lógica inapelable de lo que está escrito en cierta incambiable naturaleza de las cosas. Por la imaginación, el hombre aprendería a interpretar la compleja pluralidad de los signos que lo rodean, signos donde conviven lo dispar, lo múltiple, lo real y lo irreal. La imaginación permitiría al hombre detenerse en las abigarradas verdades que lo entornan, detenerse en todas las opciones del asombro y aceptar la inabarcable riqueza de imágenes que el mundo convoca ante él. Por la ética, el hombre se acercaría a los otros hombres: conocería la solidaridad y la tolerancia, la fraternidad y la justicia; descubriría formas de una auténtica espiritualidad dentro del transcurrir de sus días.
La historia del hombre, ha dicho Borges, suma ciertas metáforas. Una de ellas es la de un designio divino explicando el destino de los hombres; otra, la de un espejismo que proyecta sobre el cosmos fórmulas físicas y cálculos matemáticos; otra, mucho más reciente, la de una fragilidad a punto de ser truncada por la devastación apocalíptica.
(En nuestro mundo y en nuestro tiempo, el rumor del apocalipsis lo escuchamos todos, nos concierne a todos y nos atemoriza a todos. Conjurarlo será posible únicamente si el hombre comienza por modificar comportamientos y valores, principios y actitudes, sabidurías y saberes).
En suma: voz sagrada, voz profana y, ahora, voz superviviente de la historia. La voz superviviente, el signo del tiempo nuevo que por doquier nos rodea, nos lleva a los hombres a tratar de sobrevivir dentro de lo impredecible. La impredecibilidad multiplica el sentimiento de incertidumbre: ¿qué deparará el mañana? De un lado, la amenaza de lo final; del otro, la voluntad humana de sobrevivir: la rebelión, la lucha, la iniciativa; la esperanza ante lo que podemos hacer, esperanza ante la interminable posibilidad de lo humano.
Lo imprevisible genera imágenes de opciones contrapuestas: debilitarnos o fortalecernos, perdurar o desaparecer… El tiempo de la supervivencia es el del equilibrio en medio de lo siempre precario, el de la previsión ante lo inesperado, el tiempo donde no existen ni débiles ni fuertes, porque todos, eventualmente, somos débiles; porque todos, definitivamente, somos vulnerables.